Sunt lacrimae rerum (Virgilio)
Desde el momento en que cada uno despierta a la realidad del mundo, descubre que las cosas no siempre son como deberían ser y sufrimos la frustración de deseos y necesidades. Es cierto que no solo existen penas: disfrutamos de los bienes de la naturaleza, vivimos momentos de gozo y satisfacción, y hay situaciones que nos dan felicidad. Pero la condición humana es vulnerable y expuesta, padecemos catástrofes, crueldades, enfermedades y sufrimientos. Existe el dolor en el mundo, aquello que el poeta latino llamó “el llanto de las cosas”. Y no solo eso, sino que, como advierte Kant, “la más grande y repetida forma de infelicidad y sufrimiento a que están expuestos los seres humanos consiste en la injusticia más bien que en la desgracia”, por cuanto la desgracia proviene de las catástrofes naturales, mientras que la injusticia proviene de los otros.
Ante esa realidad, ¿qué le cabe al ser humano? ¿Cuál es la respuesta acorde con su condición? Nos lo preguntamos como psicólogos. Pueden darse otras respuestas desde la filosofía, las religiones, la espiritualidad, las ideologías, todas válidas; pero aquí nos centramos en la respuesta de la psicología actual como disciplina científica dedicada a la normalidad psíquica. ¿Cuál es la conducta acorde con la salud mental y con los rasgos de una personalidad normal, coherente, lúcida y emocionalmente madura?
Compasión o indiferencia
Ante la realidad del dolor ajeno, una de las actitudes es la compasión. El destino de nuestra vida es un destino compartido. Ya desde el nacimiento necesitamos de los otros. Tenemos un origen común y esto nos vincula inevitablemente con los demás toda la vida. Así lo decía el libro de Job, obra maestra de la literatura universal, 500 años antes de Cristo: “¿Acaso el que me formó en el vientre no lo formó también a él y nos modeló del mismo modo en la matriz?” (Job 31,15).
Así, frente a las necesidades ajenas y fundados en el origen común y en una misma condición humana, la respuesta natural, como seres humanos, es la compasión.
Su esencia consiste en “sentir con” la otra persona. Esto significa que “no se mira al otro desde afuera, sino que yo experimento en mí lo que él mismo experimenta” (E. Fromm). Es un sentimiento que tiene lugar en el contacto y la comprensión del sufrimiento ajeno. Es la compenetración en el padecer del otro, y el deseo y la acción de aliviarlo.
En consecuencia, lo esencial en toda vida en común es tratar al otro como persona, a cada hombre, a todos los hombres. Y tratarlos como persona significa ponerse en su lugar, tomarlo en serio, atender a sus derechos y sus razones, prestarle atención, tratar de entenderlo. Lo cual implica una actitud de disponibilidad de mi parte.
Siendo una experiencia específicamente humana, carecer de compasión implica sufrir una desviación o atrofia de la esfera emocional. Muy apreciada como virtud en el pensamiento medieval, el racionalismo la fue desvalorizando e ignorando en la esfera pública, con una consecuente deshumanización de la cultura.
Otra actitud es la indiferencia. Su rasgo esencial es el desinterés por el otro, lo cual implica una degradación del vínculo entre humanos, convirtiendo al prójimo más en objeto que en sujeto. Ya que nuestra existencia es por esencia coexistencia, nuestra vida comprometida con la de otros aparece ligada necesariamente al concepto de responsabilidad. Somos partícipes de un cuerpo social cuya vida es el resultado de la conducta de sus integrantes. De ahí que la indiferencia implique la negación de la solidaridad, que es un rasgo existencial básico de la condición humana. Muchas veces luego de hechos históricos aberrantes, crueldades y ultrajes de enorme dimensión social, es inexorable que surjan cuestiones que no podemos acallar. ¿Cómo fue posible? ¿Qué hacían los contemporáneos ante tales sucesos? La respuesta es taxativa: dominó la indiferencia.
El mayor ultraje que podemos inferir a otro es la descalificación, el ignorarlo. Porque lo contrario del amor no es el odio sino la indiferencia, la cosificación del otro. Y en cuanto insensibilidad y falta de afecto, ella hace que sea más fácil cambiar a un rencoroso o a un violento que a un apático o indiferente.
Por otro lado, al respetar a los demás defendemos nuestro propio derecho a no ser una cosa para los otros. En esa incapacidad para un vínculo realmente humano suele estar implicada la actitud de aquel para el que “nada tiene importancia”, la indiferencia hacia la vida, la apatía como verdadera patología existencial. En síntesis: la indiferencia es socialmente el pecado capital.
Sociedades enfermas
Según los economistas, la Argentina tiene un potencial capaz de alimentar a 400 millones de personas y, sin embargo, hay quienes padecen hambre. Ante esto, el que no se conmueve: o no es capaz de ver la realidad tiene un déficit perceptual, o carece de sensibilidad y tiene un déficit emocional.
Así pues, la indiferencia social, el desinterés por el otro es, desde la psicología, una patología de la vida mental. Es cierto que muchas personas piensan que en esto no ven que se diferencien de los demás que las rodean. En opinión de Fromm, “hay formas crónicas poco graves de psicosis que pueden ser compartidas por millones de personas y que no les impide, precisamente porque no van más allá de cierto umbral, funcionar socialmente. Tienen el sentimiento de no estar solas y se consideran así normales”. Tal es el caso de la indiferencia. No se trata de un fenómeno simplemente generalizado en una población, sino de una sociedad enferma de una patología social ya instalada en su misma estructura básica. Así como en África que la desnutrición afecte a la inmensa mayoría de la población no la convierte en una normalidad de salud pública, sino que sigue siendo una patología.
Eludir compromisos y extender invisibilidad
Nuestra vida cotidiana está entretejida de hábitos, obligaciones y proyectos que configuran el mundo consciente de nuestra existencia, pero paralelamente coexisten deseos, temores y afectos que integran la esfera de nuestras vivencias. Estos en gran parte son poco conscientes, pero determinan finalmente la mayor parte de nuestras conductas. Entre ellas, aquí queremos enfocar nuestra atención en una experiencia que se ha ido extendiendo y se ha convertido en un componente habitual de la vida afectiva de la población. La sintetizaremos así: el pobre, el discapacitado, el enfermo nos molestan.
Esta reacción es explicable. Vivimos dentro de una cultura globalizada basada en valorizar la eficiencia, dentro de una mentalidad individualista cuya vida está centrada en la búsqueda del bienestar. Y toda realidad referente a la pobreza, la discapacidad y la enfermedad viene a desestructurar y conmover el sistema. No son útiles y tienden a ser descalificadas y desechadas. Su presencia nos incomoda y queremos que nada interrumpa nuestra comodidad o tranquilidad, que nada perturbe nuestra “zona de confort”. Nos desentendemos y no queremos prestarles atención y tiempo. Nos negamos a “ocuparnos de problemas ajenos”. Así hay muchas cosas que no queremos ver, buscamos “pasar de largo”, “mejor mirar para otro lado”, “dejar las cosas como están” y no comprometernos.
Y esa misma actitud se pone en evidencia en múltiples situaciones de la vida pública. Ante accidentes o percances, lo más frecuente es rehuir la posibilidad de algún perjuicio por ser testigos de los hechos. Pasamos de largo, eludimos detenernos para no perder tiempo ni cambiar nuestros planes. ¿Y qué decir de quienes escapan luego de atropellar a alguien?
En síntesis: estamos llenos de evasiones, refugiados en la búsqueda de la seguridad y en la negación de las realidades. Además, como tendencia derivada de esta actitud emocional de huída, se muestra permanente la búsqueda de la invisibilidad de esas realidades.
Nos defendemos tratando de que no se vea la miseria disminuyendo su gravedad y descalificando su condición con pretextos y argumentos falaces. Hasta tenemos la experiencia de edificar largos paredones para ocultar villas miserias.
Y para el mundo fantasioso televisivo, el de la publicidad, el de los medios y el de la opinión pública, se trata de que el sufrimiento humano sencillamente esté ausente. O se lo presenta como “espectáculo” de la pantalla, que en nada compromete al televidente.
Una realidad fácilmente eludida es que la mayoría de los habitantes del mundo son pobres y llevan una vida precaria. Y una porción considerable no son ya “explotados” sino “sobrantes”, porque aquellos todavía pertenecen a la sociedad, pero estos son “excluidos”.
Además, se puede opinar y dialogar acerca de encuestas sobre temas económicos, financieros, empresariales, pero cuando se trata de encuestas sobre la pobreza y la indigencia, de inmediato se encrespan los ánimos y “de eso es mejor no hablar”. Perdemos la objetividad y afloran los prejuicios. Y se desconoce que detrás de los números de las estadísticas están seres humanos.
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