Se puede decir que los seres humanos de todos los tiempos han cargado siempre con un recipiente o morral a su espalda, que contiene un cúmulo de imágenes personales, familiares y colectivas, al que denominamos memoria. Bagaje que nunca podría ser un freno a la vida del hombre sobre la tierra como incesante lucha.
Si bien la mochila viene asociada con el noble trajinar de los guerreros, su concepto metafórico es válido para todos, sin distinción de género. Y su carga es un aliciente para no desfallecer en el camino.
Su evocación tiene por objeto que este ser tan especial que es el hombre, no pierda su peculiaridad de animal social, ni su identidad, ni su compromiso con los semejantes de su entorno más cercano. Así fue desde sus precarios orígenes de recolector y más cuando se integró socialmente en grandes comunidades, dando lugar a lo que se denominó el “Alba de la Civilización.”
Jamás el peso de estos objetos intangibles debería conformar una traba a ese constante transitar que se denomina devenir. ¡Si queremos profundizar en este símil debemos reconocer que hay mochilas que están llenas de plomo y otras con plumas de ganso!
A las primeras las cargan algunos ruidosos manipuladores de la opinión pública, con versiones parciales sacadas de su contexto histórico, a menudo flechadas en una dirección única, pretendiendo ignorar que cualquier acción política tiene múltiples facetas. Todo parecería estar cuidadosamente armado para generar un lastre suficientemente pesado, hecho adrede para impedir que si alguien se llega a percatar de la trama, su avance en la búsqueda de la verdad sea frustrado. Sobre todo cuando se intenta difundir un mensaje tendiente a elevar los puntos de mira.
Las otras mochilas, las que aparentemente pesan poco, las livianas, las llevan esa legión de seres desprevenidos que han desistido a pensar por sí mismos, menospreciando su propio intelecto. Al igual que las esponjas, absorben en forma mecánica la chatarra que intencionalmente desparraman por el mundo. Y son el vehículo que colabora -voluntaria o inadvertidamente- a divulgarla de la misma forma que en un hato de gansos uno grazna, mientras el resto tan solo imita su insípido sonido. Y por aquello del “infinito número de tontos” es la clave de la incapacidad de escapar del pantano en que hoy nos encontramos.
Cualquiera sea el ángulo desde donde se mire la compleja naturaleza humana, hay que admitir que la misma se integra por igual con abyectas falencias y enaltecedoras virtudes.
Entre las primeras debilidades figura la envidia y su pasional desahogo que es el odio. Las nuevas técnicas de comunicación, con la inmediatez de la noticia y las redes sociales en constante movimiento, lejos de mitigar este viejo flagelo, suministran un mecanismo multiplicador de esta deleznable pasión.
En el Génesis, que es la raíz de las religiones abrahámicas, esto queda ejemplificado con la historia de Caín y Abel donde el primero asesina a su hermano por celos. La capacidad de odiar al prójimo que ha manifestado el animal hombre desde su inicio en el planeta tierra, sólo es comparable a la capacidad de dejarse seducir por el engaño y a la voluntad de sometimiento de unos sobre otros.
Como contrapartida, existe el deseo de superación y la vocación por encontrar horizontes de grandeza. José Enrique Rodó en ese llamado a la superación del espíritu -para evitar el sometimiento a través del utilitarismo- dedica su mensaje alado, que es Ariel, a la juventud de América.
Y finalizado el discurso de Próspero, al caer la noche, cuando sus discípulos se retiran meditabundos, el más joven de ellos -a quien llamaban ‘Enjolras’ por su ensimismamiento reflexivo-, razona: “Mientras la muchedumbre pasa, yo observo que, aunque no mira al cielo, el cielo la mira. Sobre su masa indiferente y oscura, como la tierra del surco, algo desciende desde lo alto…”
No hay mochilas ni pesadas ni livianas cuando existe la voluntad de vencer la adversidad.
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