Cuando en 1948 Ludwig Erhard anunció la liberalización de precios y salarios en la Alemania ocupada, lo hizo en el pleno convencimiento de que la economía de mercado era el sistema más adecuado para lograr incrementar la eficiencia económica, y con ello el bienestar de la población. Pero para el ministro de Economía de Alemania Occidental, fundador de la economía social de mercado y artífice del milagro alemán, los cárteles privados eran tan detestables como los controles de precios y racionamientos. “Considero que el desarrollo de la competencia es la mejor garantía tanto de un aumento continuado de la eficiencia, como de la justa distribución del ingreso nacional. En el interés de una verdadera economía ‘social’ de mercado, no puedo renunciar a las ventajas de un progreso económico saludable…. Los planes o controles impuestos por la industria no me parecen menos indeseables y perjudiciales que los controles estatales”, escribió en 1949 quien años más tarde se convertiría en canciller de su país y presidente de la Unión Demócrata Cristiana (CDU), el partido de Konrad Adenauer. Fiel a sus convicciones, Erhard complementó el decreto de liberalización de precios al año siguiente con un proyecto de ley anticárteles.
Es verdad que la tendencia al monopolio es natural en el capitalismo ya que las economías de escala actúan gravitacionalmente favoreciendo la concentración. Por otra parte, generalmente resulta más rentable invertir en suprimir la competencia que en innovar en productos y procesos, por lo que, si se dejara al sistema económico sin regulación, éste empezaría a degenerar en una suerte de caza dentro del zoológico, donde los ciudadanos hacen de animales enjaulados. La regulación tampoco es una panacea, ya que las complejas burocracias regulatorias que se van acumulando tectónicamente acaban a menudo capturadas por sus regulados. Todo esto hace que la tarea de controlar la formación de posiciones dominantes represente un gran desafío para los gobernantes de cualquier sistema democrático, especialmente en una época en la que el poder económico supera con creces al poder político.
Uruguay es una economía pequeña y por ende las posiciones dominantes se encuentran en los rincones más impensados. Hoy ocupa nuestra atención la venta de un grupo de frigoríficos que, de concretarse, quedaría en manos de una única empresa más de la mitad de la faena, dejando a los productores ganaderos frente a una importante asimetría en la fijación de los precios del ganado.
Pero en los últimos años vimos la formación de posiciones dominantes en rubros que ni siquiera se producen en el país y que por tanto se deben importar. Tal es el caso de los insumos de aseo personal y limpieza del hogar que, protegidos por engorrosos procesos de importación, aseguran a importadores y distribuidores márgenes impensados en el resto del mundo. La prensa de ayer informaba también sobre el supuesto interés de ASSE en traer anestesistas del extranjero –como antes vinieron oculistas cubanos –, fenómeno que a priori resulta difícil de comprender en un país que cuenta con una prestigiosa Facultad de Medicina capaz de formar excelentes especialistas. Pero cuando se observan con detenimiento las barreras de entrada para acceder a algunas de las especialidades, rápidamente notamos que la estructura económica del sector salud se asemeja más a las guildas medievales que a la libre competencia tan bellamente descripta por los libros de texto. Esos que alimentan la intelectualidad de Colonia y Paraguay.
El problema del atraso cambiario refuerza también la formación de posiciones dominantes. En efecto, a esta altura no le escapa a nadie que todo el sector agroindustrial nacional se encuentra en riesgo debido a la errada política monetaria del BCU. Ante la compresión de márgenes de ganancia, se reduce el incentivo para la entrada de nuevos jugadores industriales que inviertan y mejoren la competencia por la compra de productos primarios. Al mismo tiempo, los jugadores existentes buscan reducir costos y con ello alimentan la corriente de fusiones y adquisiciones, procurando no solo reducir costos unitarios, sino lograr un mayor poder de mercado que les permita incrementar los márgenes. Pero como somos tomadores de precios en los mercados de exportación, este poder de mercado solo sirve para enfrentarlos a sus proveedores de materias primas básicas, sean ganaderos, tamberos, arroceros o fruticultores. El costo del atraso cambiario lo vemos ya en la pérdida constante de empleos en el litoral, fenómeno que de a poco irá afectando al resto del país en la medida que no hagamos algo con el tipo de cambio.
A su vez, el aumento en el desempleo arriesga con arrastrarnos a un vórtice de déficit fiscal y degradación social que ya experimentamos en el pasado, por lo que deberíamos estar haciendo lo imposible por reducir las probabilidades de terminar en un escenario similar. A diferencia de las instancias anteriores de crisis, esta vez la tendremos que enfrentar con la población sujeta al doble flagelo de una usura rampante y un deterioro en la seguridad pública cuya gravedad trasciende las métricas y la profusión de relatos.
Frente a este escenario, resulta desconcertante que algunas organizaciones –financiadas por la democracia cristiana alemana– se demuestren tan empecinadas en su propósito de marginar de la discusión política a aquellos que se atreven a cuestionar un discurso dominante servil a los grandes poderes mundiales. Al menos deberían invertir en reforzar su esfuerzo intelectual, ya que con colocar el mote de “populista” a quien amenace a sus mandantes extranjeros no les alcanzará. Eso ya no asusta a nadie y, de hecho, les puede jugar en contra, como en la fábula del pastor mentiroso.
Lo cierto es que resulta vergonzoso que un retoño de cabotaje de la otrora grandiosa democracia cristiana alemana, fiel heredera de la Rerum Novarum, termine hoy defendiendo la usura detrás del artificio semántico de la defensa del “mercado”. Pueden hacerlo mejor, sin tanta afectación y pomposidad “académica”.
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