Entre los libros de moral posibles, hace falta uno, que yo intentaría escribir con el mejor deseo. Se titularía: “Moral para intelectuales”. Porque, en efecto, para quienes han de dedicarse a una profesión intelectual o simplemente están destinados a una vida intelectual, la moral toma un muy especial carácter; lo que ocurre principalmente por dos razones: primera, porque en esas profesiones, o en ese género de vida, surgen naturalmente, como en todos los demás, problemas propios; y segunda porque el crecimiento de la inteligencia complica extraordinariamente toda la moral: no solo crea nuevos problemas sino que complica sobremanera la solución de los vulgares.
Las ideas directrices del libro serían fundamentalmente estas: en primer lugar, presentar y considerar esos problemas especiales que crea la vida intelectual. Además, si ese libro estuviera destinado a tener un objeto práctico, creo que, antes que a crear moral, debería tender a aclararla. Efectivamente: los que discuten sobre la eficacia de la enseñanza de la moral, suelen no tener en cuenta que esta enseñanza podría tener dos objetos, y que, según se proponga uno u otro, puede ser, o muy poco eficaz, o, al contrario, sumamente eficaz y útil.
Difícilmente la enseñanza puede crear, propiamente crear, sentimientos morales; pero en cambio puede –además, naturalmente, de aumentarlos y robustecerlos en algo–, puede, sobre todo enseñarnos a hacer un mejor uso de los que ya existen en nosotros. Justamente con esta distinción se relaciona un equívoco que existe a menudo en las obras o en las conversaciones sobre moral, cuando se habla de deberes difíciles, o, en general, de dificultades morales.
En tales casos, puede hablarse en dos sentidos: en uno de ellos decir que un deber es difícil, significa que, para cumplirlo, se necesita una energía moral o sentimientos morales de una intensidad poco común; en otros casos, dificultad de un deber, significa, no falta de fuerza para cumplirlo, sino dificultad para verlo, para distinguirlo, para comprenderlo, para establecerlo claramente. Dar la vida por la verdad o por una causa noble y elevada, es, por ejemplo, un deber claro: cualquiera lo ve; pocos, sin embargo, son capaces de cumplirlo. Esta es la dificultad del primer caso.
En cambio, hay otros deberes, obscuros, que son los que se relacionan con los problemas morales. El deber puede ser, en tal caso, muy fácil de cumplir, una vez que lo hemos visto; y la dificultad estará justamente en verlo, en fijarlo con claridad, en saber cuál es.
La obra que yo echo de menos se propondría, sobre todo, utilizar sentimientos morales ya existentes; esto es, aclarar la moral; facilitarla, en nuestro segundo sentido.
Finalmente, esa obra sería muy concreta, sería sacada de la vida y hecha para la vida; estaría llena de hechos y sería siempre aplicable a hechos.
Mi primer consejo, pues, mi primer consejo práctico, sería el de que cada estudiante (sin necesidad naturalmente de ir todavía tan a fondo), por lo menos, ya en el curso de su bachillerato, eligiera algunas cuestiones –algunas pocas, simplemente y sin presunción– y procurara ahondarlas. Como les digo, el tema, el asunto, es punto bastante secundario: depende de las preferencias de cada uno: lo que importa es la educación del espíritu en todo sentido, intelectual y moral, que así se adquiere.
Todo estudiante, ya en su bachillerato, en los estudios preparatorios, debe profundizar algunos temas; poco importa cuáles: esto realmente es secundario; que se tome un punto de historia o de literatura o de filosofía o de ciencia; que se estudie a Artigas, o el silogismo, o las costumbres de los diversos pueblos, o la teoría atómica o la constitución física del Sol, es secundario: lo fundamental, son los hábitos que se adquieren profundizando un punto cualquiera.
En realidad, todas las cuestiones –salvo algunas demasiado pueriles– se ponen en ese estado cuando se las ahonda.
Otro consejo práctico, esencialmente práctico también, y que se relaciona con la moral de la cultura en los estudiantes, sería el de formarse –empezando ya, también, inmediatamente, desde mañana mismo–, un hábito, que sería el más indispensable a los intelectuales de los países sudamericanos, y cuya adquisición sólida, aunque fuera por algunos de ellos solamente, creo que modificaría de una manera radical, las manifestaciones de nuestra cultura.
Me refiero al hábito de dedicar una parte de nuestro tiempo, aunque sea una hora o una media hora diaria, a algo –sea lo que sea– en el orden intelectual, que no se refiera a nuestros fines prácticos inmediatos. Quiero decir, que un estudiante sudamericano, como un abogado o un médico sudamericano cualquiera, en estos países en que apenas existe la alta cultura, necesita indispensablemente, como deber intelectual, dedicar aunque sea esa media hora diaria, a algo que no sean los exámenes que tiene que rendir, los pleitos que tiene que defender, etcétera: a algo que no sea su vida profesional inmediatamente utilitaria.
Ese hábito lo necesitarán ustedes más adelante; pero ya tal vez no podrían adquirirlo. No sé cuántos habrá que lo tengan en estos países; pero los que lo posean, son la excepción.
Entretanto, si nuestros hombres de inteligencia lo hubieran adquirido; si lo hubieran hecho carne, si él estuviera en su espíritu y en su cuerpo como una necesidad fisiológica, las manifestaciones de la cultura sudamericana serían bastante diferentes, como procuraré demostrarlo en estas mismas lecciones. Lo que nos falta no es inteligencia, ni aun capacidad de trabajo, sino algo diferente, que no se puede adquirir sino sobre la base de hábitos semejantes al que preconizo.
Carlos Vaz Ferreira (Montevideo, 1872-1958), escritor, docente y pensador uruguayo. Fue abogado de profesión, rector de la Universidad y decano de la Facultad de Humanidades. Más que dejar una filosofía, su don fue enseñar a filosofar. Entre sus libros se destacan Lógica viva (1910), que llegó a ser considerada el “discurso del método americano”, y Moral para intelectuales (1910), que fue publicado a partir de la versión taquigráfica de sus lecciones de Moral en la Universidad de Montevideo en el año 1908.
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