Un pensador contemporáneo a quien respeto por su creatividad intelectual nos dijo, hace ya un tiempo, que debía ser muy triste para los cristianos vivir sobre la base de oscuros mitos, totalmente incomprobables como la Navidad y la Pascua.
Esta afirmación repercutió con dureza en nuestro espíritu e hizo surgir en nosotros esa pregunta radical, esa duda insoslayable: si verdaderamente había existido un Dios encarnado o si todo era una fábula de un mitómano que se había atrevido a decir “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Juan 14, 6-9), y que simplemente el cristianismo era una serie de buenos principios, una ética más.
La búsqueda de una humanidad más plena no se puede permitir no plantearse esa duda. Si se niega radicalmente al hecho del Dios encarnado, muchas veces con sostenidos argumentos filosóficos, también se debe permitir libremente acercarse al misterio vislumbrando que hay algo más de lo que percibe su inteligencia.
Y en este límite radical se encuentra la Navidad. En muchos lugares del mundo occidental se niega filosófica y existencialmente la veracidad del Dios hecho hombre y el acontecimiento navideño se lo secularizó en una fiesta de consumo de euforias fugaces, y de mesas bien servidas. Aunque el marco sea un luminoso árbol cónico o un pesebre artesanal, ambos símbolos están totalmente desgajados de lo que representan y ajenos a realidades concretas, porque su función no es hacer memoria de un acontecimiento de hace 2022 años, sino un llamado a un festejo familiar o social.
El año 2022 ha sido un año más de penurias y de lágrimas en muchas partes del mundo. En muchos rincones va a ser una Navidad donde el único reparto serán las esperanzas y los mendrugos. No va a haber pan dulce ni copa para brindar. Los Lázaros del mundo están muy ocupados con sus banquetes, hay demasiado festejo como para ocuparse de aquellos que miran la historia desde el suelo.
El camino de la fe
“Pero el ángel les dijo: No teman, porque yo vengo a anunciarles una buena nueva que será motivo de mucha alegría para todo el pueblo. Hoy nació para ustedes en la ciudad de David un salvador que es Cristo Señor. En esto lo reconocerán: hallarán a un niño recién nacido, envuelto en pañales y acostado en un pesebre”. (Lucas 2, 10-14)
El gran protagonista de la Navidad es un niño, un niño pobre, desposeído de toda seguridad, de futuro incierto. El Niño Dios se introduce en la historia desde las márgenes de los centros de poder, al costado de las seguridades normales.
Esto no es solamente un acontecimiento muy grande y lejano, sino algo próximo y humano: Dios se ha hecho niño, es decir, un ser que entra en el mundo con lágrimas, cuyo primer sonido es un grito de ayuda y cuyos primeros gestos son las manos extendidas pidiendo seguridad. Dios se ha hecho hombre. Misterio incomprensible y centro vital de nuestra fe.
Para la fe de la Biblia y de la Iglesia es importante que Dios quisiera ser dependiente de una madre. Para ser hombre hay que nacer de mujer.
Dios, en su encarnación humana, quiso ser menesteroso, para despertar de ese modo en nosotros el amor fraterno por los que nada tienen. Dios se ha hecho niño, y los niños son dependientes.
El acontecimiento de Belén nos quiere demostrar que en cada niño todas las cosas del mundo son hechas de nuevo y el universo se pone a prueba. En cada niño que nace hay una trama de esperanzas nuevas, de un sentimiento de un nuevo comienzo, de horizontes que se nos aparecen con sus incógnitas y sus desvelos, pero con un gran rejuvenecimiento de la vida.
Cuando José y María (ya a punto de parir) buscaban albergue con un Dios escondido en su seno, nadie los recibía.
En la propia naturaleza infantil se esconde el tema de la búsqueda de posada, que es uno de los temas originarios de la Navidad. No tenían donde refugiarse, donde alimentarse. Un niño a punto de nacer no era admitido en ningún albergue.
El niño llama a las puertas de este mundo distraído de lo esencial e inerte en su eficacia de hospitalidad. ¡Cuántas variaciones se han experimentado ya en la historia con esta situación de rechazo a los niños! El niño llama. Si lo acogiéramos tendríamos que revisar nuevamente de arriba a abajo nuestra propia relación con la vida. ¿Qué es lo que prevalece en nosotros: nuestra sed de apropiación o nuestro sentido de donación?
El niño llama: allí está en Belén hace más de dos mil años, y está también en tanto retablos infamantes de la época contemporánea.
Jesús, aquel niño de Belén, se prolonga hoy en tantos niños que viven en permanente naufragio existencial.
En esta Navidad busquemos la estrella espiritual que nos llevará hacia la verdad de la cuna de Belén. ¡Ven Señor Jesús!
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