El tema acaba de ser puesto sobre la mesa por la actual presidente de la Suprema Corte de Justicia, doctora Doris Morales, quien en un reportaje reciente expresó su desacuerdo afirmando que “no hay nada más político que los ministerios”.
Por esa y otras razones, estamos de acuerdo con la doctora Morales.
En favor de la creación del Ministerio de Justicia se esgrime el ya viejo argumento de que la labor administrativa absorbe gran parte del trabajo de los ministros, que descargados de esa tarea podrían dedicar todo su tiempo y su esfuerzo a la tarea de juzgar. No compartimos en absoluto ese razonamiento y creemos firmemente que el camino a recorrer es otro:
- dotar al Poder Judicial de la autonomía presupuestal que no tiene;
- aumentar el número de miembros a siete u ocho para crear diversas salas especializadas o al menos agregar una sala para la materia penal, especialmente dedicada a esa rama del derecho.
Vayamos por partes. El Poder Judicial es el único de los tres poderes del Estado que no tiene autonomía financiera. El Legislativo la tiene y la utiliza con largueza. En cambio, el artículo 239, numeral 3º, establece como uno de los deberes de la Suprema Corte “formular los proyectos de presupuesto y elevarlos al Poder Ejecutivo”, quien luego los incluirá en el Presupuesto General.
Como argumento puede alegarse, en el orden de los recursos, que en su actividad el Poder Legislativo no genera ingresos, en cambio el Poder Judicial sí, ya que la Justicia no es gratuita y puede generar más mediante el cobro de una tasa escalonada por los servicios que presta (el artículo 254 del texto constitucional dice que la Justicia será gratuita para los declarados pobres conforme a la ley, con lo cual está disponiendo que para el resto supondrá una erogación).
Entre las atribuciones que se proyecta otorgar al eventual Ministerio de Justicia (hasta se habla de Justicia y Derechos Humanos) está incluida la designación de los magistrados y demás funcionarios. Discrepamos totalmente.
Bueno es recordar que se necesita una reforma de la Constitución y que no alcanza con la mayoría legislativa especial prevista en el artículo 174 para darle atribuciones al nuevo ministerio, pues la totalidad de las designaciones de magistrados y funcionarios corresponde a la Suprema Corte al tenor claro del artículo 239, numerales 5º y 7º, a lo que se suma que en el numeral 2º se ordena que tendrá la superintendencia directiva, correctiva, consultiva y económica de todos los juzgados, tribunales y demás dependencias del Poder Judicial. O sea que se proyecta quitarle potestades a quienes tienen las condiciones adecuadas para saber sobre la incorporación del personal y la designación y carrera de los magistrados, de acuerdo con sus necesidades.
También supone arrebatarle a la Suprema Corte la superintendencia económica que tiene sobre todo el Poder Judicial y ejerce con solvencia acreditada.
Como se ve, la reforma constitucional se impone de todas maneras, por lo que no puede tomarse a la ligera generar nada menos que una dependencia hacia el Poder Ejecutivo de una buena parte de la actividad de un poder del Estado cuya independencia absoluta debe preservarse celosamente. O se lo respeta sin amputársele atribuciones –en cuyo caso el Ministerio de Justicia no servirá para nada, salvo para aumentar la burocracia– o se arriesga degradarlo en forma tal que ni podrá elegir sus integrantes, en cuyo caso se violenta el principio intocable de la separación de poderes.
Otórguense los recursos adecuados y se verá cómo se resuelve el problema del trabajo administrativo que hoy agobia a los ministros. Se puede crear, por ejemplo, un departamento bien dotado e integrado por personal especializado y competente que se dedique a la tarea administrativa, de traslados, investigaciones, sumarios, compras, mantenimiento y demás, bajo el contralor de la jerarquía, sin la necesidad de que el colegiado que manda tenga que instrumentar esos procedimientos.
Pregúntese a los ministros y jueces que opinan sobre la eventual creación de un Ministerio de Justicia, pues su opinión merece ser escuchada antes de promover y fogonear la idea.
Vemos que existe un injustificado apresuramiento entre los dirigentes políticos en un tema de orden institucional tan delicado. Contentos con que el Frente Amplio incluya ese punto en su programa, vemos que dirigentes blancos y colorados se expresan positivamente y hasta hay quien procura aprobar una ley en este período.
Señalemos tres hechos al respecto: a) el frenteamplismo ya le agrega “Justicia y Derechos Humanos”, cuando ya existe un instituto con ese objeto; b) se han pronunciado a favor de su creación los intendentes Carolina Cosse y Yamandú Orsi, ninguno de los dos es abogado y conocen más bien poco del funcionamiento de la Justicia; c) después del disparate de la transformación de la Fiscalía de Corte en servicio descentralizado, en violación del artículo 185 de la Constitución, sabemos que el descaecimiento institucional no es una preocupación del frenteamplismo.
Nada puede influir en este tema la circunstancia de que en la dictadura haya existido un Ministerio de Justicia de mal recuerdo. Con el mismo criterio, las universidades privadas, también autorizadas por primera vez en nuestro país durante el gobierno de facto, podrían cuestionarse y sin embargo han sido un éxito y compiten cómodamente con la Udelar.
Por supuesto, como dice la doctora Doris Morales, el nombramiento del futuro y eventual ministro de Justicia y Derechos Humanos será político, en cuanto corresponde al Gobierno su designación.
Respecto a la politización de la Justicia, hemos dicho que es una perversión del sistema en el orden penal, manejado a su arbitrio por los fiscales, que se convierten en actores políticos y actúan al servicio de sus afinidades ideológicas. En cambio, la judicialización de la política es el recurso que se ha utilizado, cuando el sistema político bloquea las instituciones de contralor, como las comisiones investigadoras que el Frente Amplio se negó siempre a aprobar, obligando a la oposición a recurrir a la justicia ordinaria.
Pensar hoy, cuando la grieta existente impide el nombramiento del fiscal de Corte, cargo que con un Código del Proceso Penal que pide a gritos su reforma tiene superpoderes trabajados por el anterior titular con la ley de su creación como servicio descentralizado, y las instrucciones obligatorias, creer, repito, que pueda obtenerse consenso para su elección es negar una evidencia que rompe los ojos.
En medio del desconcierto que genera el inexplicable apuro, del que se puede decir que revela poco oficio en el difícil arte de gobernar –al estilo de legisladores bisoños, como decía el gran Sebastián Soler– han aparecido voces sensatas amainando el temporal. De un lado el senador Jorge Gandini, con su indudable experiencia y talento, ha puesto la banderilla de algunas dudas muy legítimas, lo que supone un llamado a la reflexión y al estudio sereno del tema, si de lo que se trata es de mejorar el servicio. Por su parte, el senador Guillermo Domenech ha planteado que “no es el momento de cambios cosméticos”, aludiendo a la premura de buscar soluciones sin los análisis y consultas en consonancia con la magnitud de la iniciativa.
En el acuerdo de los partidos políticos que permitió la aprobación del nombramiento del doctor Jorge Díaz por unanimidad de votos en el Senado, con el resultado que está a la vista, fue Gustavo Penadés quien tuvo a su cargo la negociación. Como negociador, también estuvo promoviendo el enroque de traer de afuera del Ministerio Público, como paracaidista, a la doctora Graciela Gatti para la Fiscalía de Corte, y llevar al cargo vacante que había en la Suprema Corte al doctor Jorge Díaz, que recién había cesado su largo periodo en la Fiscalía General, como hoy se le llama desoyendo la nominación constitucional. Lindo negocio.
La firme oposición de Cabildo Abierto, a pesar de la insistencia de Penadés ante más de uno de sus senadores, frustró el propósito, que se tomó por la decisión del general Manini, y se hizo saber al presidente Lacalle que de ninguna manera estaba dispuesto a acompañar esas designaciones.
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