Con el paso del tiempo he valorado de manera creciente el privilegio de la vida, fenómeno difícil de explicar, respecto al cual podemos parafrasear a San Agustín “Yo sé qué es, pero no me pidáis que lo defina”. Lo cierto es que el hombre desde la antigüedad ha buscado la prolongación de esta, pretendiendo ya sea encontrar la fuente del agua de la juventud, su prolongación mediante la alquimia o modernamente su extensión a través de la ciencia.
Rubén Darío cantaba, “divina juventud, ya te vas para no volver”, con un dejo de nostalgia que supone valorar la juventud, pero a su vez preocuparse por acercarse al fin de la vida. De alguna forma, el paso de la juventud suponía perder la mayor fuerza de la vida y de alguna forma también acercarse al fin de esta. Sócrates en el siglo V antes de Cristo, refiriéndose a la muerte, señala “Todo el mundo la tiene como si supiera con absoluta certeza que es el peor de los males”. A su vez, se ve desde la antigüedad al suicidio como algo mal visto en todas las sociedades por ser una forma violenta y egoísta de detener el ciclo natural de la vida en un ser humano. En Grecia y Roma las personas no tenían derecho a quitarse la vida si no era para favorecer a la sociedad. Así, Sócrates y Séneca se suicidan cumpliendo una razón de Estado, pero los suicidas, sin un fin moral o político, tanto en Grecia como en Roma, como durante el cristianismo, fueron mal vistos por romper con el decurso natural de la vida. Llegaban incluso al extremo de negarles la debida sepultura. En definitiva, desde los orígenes paganos de nuestra civilización hasta su apogeo cristiano, la vida se conceptuó como lo deseable y la muerte como su indeseable, aunque inevitable, mal, rodeada siempre de rituales de demostración de pesadumbre.
Por oposición, los nacimientos, o sea el alumbramiento de nuevas vidas, desde tiempos remotos se han festejado, puesto que ello, si bien no significa la prolongación de una vida en concreto, sí significa que la vida humana se perpetúa sobre la tierra. Pero ¿qué viene sucediendo contemporáneamente en relación con la consideración de la vida por parte de nuestra sociedad occidental? Es claro que desde fines de los 90 se han generalizado en los medios de comunicación espectáculos cada vez más crueles, donde la muerte se la provoca en una ficción hasta en juegos electrónicos que practican los niños. Es que la muerte se ha convertido en un espectáculo que divulgó crecientemente el cine, luego los juegos electrónicos y entró a nuestras casas hasta con los informativos que nos mostraron las escenas de degüellos de prisioneros en manos de terroristas.
En definitiva, se ha desarrollado contemporáneamente, un gusto morboso por la muerte. Lo curioso es que quizás nunca en nuestra sociedad se habló tanto de derechos humanos como se lo ha hecho en la era contemporánea, produciéndose así una notoria disociación entre hechos y dichos. En los últimos años, ha surgido un notorio desprecio por la vida humana, ello tiene los más diversos motivos, que van desde el racismo que considera ciertos pueblos como superiores y para ellos debe reservarse la plenitud de la tierra, pasando por los preocupados por el agotamiento de los recursos renovables de la tierra amenazados por el sobre poblamiento, hasta los noveleros que pretenden cambiar las normas de convivencia o bien los tontos que se dejan llevar por cualquier novelería. No hablemos de los mercaderes, que pretenden ahorrar dinero prescindiendo de los gastos que impone el tratamiento de discapacitados, enfermos y ancianos. Lo cierto es que todo ello ha llegado a nuestro país, donde no han faltado ni siquiera los ávidos de notoriedad que a costa de cualquier precio desean tener su cuarto de hora de fama. De esa forma han obtenido media sanción de un proyecto de ley, que a los horrores de la eutanasia le ha sumado una reglamentación vernácula absolutamente carente de rigor jurídico, al extremo que ni siquiera se da intervención a nuestro aparato de justicia, que aunque muy devaluado supone la intervención de un poder, que por lo menos teóricamente garantiza la equidad y el proceder de acuerdo a derecho. Todo se tramita en la esfera médica y hasta se prevé la existencia de dos testigos, de los que uno solo no debe tener interés en la herencia (sic). Si nuestros folletines no están atrasados, la plena prueba por testigos exige un mínimo de dos que no sean tachables, por “comprenderles las generales de la ley”. El proyecto en cuestión arrasa hasta con las garantías jurídicas mínimas, que tradicionalmente consagraba nuestro derecho, lo que no nos adentra en un mundo donde se pretende arrasar con las instituciones elaboradas durante siglos.
Honda preocupación nos ha causado, que ante los empujes de los partidarios de la muerte por consagrar en nuestro vapuleado Derecho la eutanasia, en quienes confiábamos por haber defendido antes la vida, bajan los brazos y pretenden modificar el homicidio piadoso como solución transaccional. Parecería que si no te gusta la sopa tendrás dos platos. La cuestión es provocar la muerte y no salvar y proteger la vida, no nos vengan con el cuento de que se quiere evitar el sufrimiento del moribundo, porque los cuidados paliativos y la analgesia hace años evitan los dolores a quienes se encuentran en el inevitable trance. Apartarse de la enérgica defensa de la vida y transar en este tema es rendirse con graves consecuencias para la defensa de un principio que no admite medias tintas. Como la pena de muerte, la eutanasia no admite reparación alguna y expone a los débiles a trágicos errores o injusticias. Más allá de cualquier convicción religiosa o filosófica, el principio de “no matarás” consagra el irrestricto respecto de la vida humana como el valor más importante del que disponen los seres vivos. No me parece razonable, ni siquiera conveniente, que transformemos a los médicos, naturales defensores de la salud y por tanto de la vida, titulares de la profesión más importante en la protección de este valor, en cuanto hace a la subsistencia de los seres humanos, en vulgares asesinos o verdugos. Tampoco nos parece razonable estimular el homicidio, delito que se ha convertido en un flagelo al que no deseamos acostumbrarnos, por más móviles piadosos que se invoquen. Por último, nos preguntamos si en un país despoblado, en el que año a año bajan los nacimientos, no sería más constructivo estudiar y aprobar normas que estimulen el crecimiento de nuestra población.