A fines de agosto del presente año se cumplirán dos mil quinientos años de la batalla de Las Termópilas. Dos milenios y medio. Aquel hecho significó la continuidad de uno de los pilares fundacionales de nuestra civilización occidental, la civilización griega. Ya otros lo han dicho; ese día se aseguró, no sólo la Grecia Clásica sino todo lo que Occidente ha significado para el mundo hasta el día de hoy. En ese día se salvaron las polis griegas de aquel momento, con todo su legado y se preservaron o se permitieron, los actuales países de Occidente, incluyéndonos. Así es que resuenan en mis oídos, casi como el entrechocar de aquellas espadas, las palabras de Arturo Pérez Reverte, la más clara definición: “¡Eran los nuestros, imbéciles!”
En este mito, sobresalen dos figuras, Leónidas, sacrificio y tradición y Efialtes, la traición a los propios.
Curiosamente, la palabra traición comparte la misma raíz latina con tradición. En ambos casos es dar más allá y se infiere que es dar lo propio colectivo. Podríamos aventurar una sencilla definición y convenir que en un caso es entregar a los ajenos (generalmente hostiles), al otro bando y en el otro, dar a las nuevas generaciones de los propios. Dos aspectos de un mismo proceder, en un caso destructor y en el otro, preservador.
Si esas posturas no van acompañadas de fuerzas creadoras, por sí solas son destructivas ambas, a diferentes velocidades. Pareciera que el mundo y el devenir histórico son más simples de lo que creemos. Este sencillo pensamiento me evocó la trinidad Hindú, Brahma, Visnú y Shiva, los aspectos creador, preservador y destructor. Tal vez lo intrincado y complejo de los cómo y porqué de la Historia, algún día pueda ser explicado mediante un sistema simple, similar al de las partículas atómicas, donde todo se remita finalmente a combinaciones de unos muy pocos elementos básicos.
Aspiro a que no se interprete esta simple recordación de un hecho decisivo de nuestra historia, como una posición extrema, de izquierdas o de derechas, que sin dudas no lo es, puesto que considero que ambas posiciones tienen algo en común y es que pecan de ilusiones anacrónicas. Unos, tienen ansias de un mundo que debería ser pero nunca fue ni será y los otros, nostalgias de un tiempo generalmente idealizado que ya fue pero hoy no es ni volverá a ser. Inercia de mitos ancestrales, la Tierra prometida y la Tierra perdida. A esto debe sumársele incompletas posiciones positivistas en ambos bandos, uno se siente la única fuerza del progreso y el otro, la única del orden y así se olvidan del altruismo o el amor, también incluido en la frase de Comte: “El amor por principio, el orden por base, el progreso por fin”. Sutil parafraseo de Fraternidad, Libertad e Igualdad.
Al “orden y progreso” que caracterizó al siglo XX o más bien “orden o progreso”, le faltó el altruismo. La guerra fría fue un enfrentamiento entre dos mundos, uno de libertad sin igualdad y otro de igualdad sin libertad. Incompletos ambos.
Con las revoluciones de la Libertad y la Igualdad ya en centenarios desarrollos, se está iniciando ahora, la Revolución de la Fraternidad y aunque parezca paradójico, con episodios cargados de violencia manifiesta o latente, como iniciaron las anteriores. Vamos hacia un mundo diferente, en el que perderán vigor los análisis y propuestas de siglos pasados y se necesitarán nuevos manifiestos para sustituir a otros ya perimidos.
Hoy en día, para el observador atento, no se ve claramente un enfrentamiento ideológico formal, sino más bien, un conflicto psicológico generalizado. Lo que se nota es un malestar desbordado, casi patológico, por lo que sea, tal vez por todo y de casi todos. Y tenemos dos formas de enfrentarlos, con prudencia o con desmesura.
Entre los aportes de la civilización griega encontramos el binomio Frónesis – Hybris. La frónesis podría definirse, al menos para estos efectos, como la prudencia y por otro lado la hybris como la desmesura, el caos, el desborde. Estas actitudes están permanentemente en juego en las relaciones humanas y tienen su parangón en la naturaleza misma. El devenir histórico de la humanidad y de cada individuo, por tanto, podría explicarse como el resultado del enfrentamiento y la interacción de estas dos actitudes o comportamientos. Un ser humano común, salvo excepciones, no es prudente a lo largo de toda su vida, muchas veces ni siquiera a lo largo de un día medio de su vida, ni tampoco es presa permanente de la desmesura. Y la humanidad, que no es más que la sumatoria de los individuos y de sus actitudes y comportamientos, ni mucho más ni mucho menos. Por tanto, nada escapa a este equilibrio inestable.
Para comprenderlo mejor, deberíamos pasar a un autor genial, para mi gusto, Sigmund Freud, que nos ha dejado algunos ensayos breves, como son: “Duelo y Melancolía”, “El Porvenir de una Ilusión” y “El Malestar en la Cultura”, que deberían ser de lectura obligatoria.
Recordemos aquí, uno de ellos: “El Malestar en la Cultura”.
¿Malestar en la cultura se contrapone a bienestar en la naturaleza? De ninguna manera. En la naturaleza todo está diseñado, a la vez, para sustentarnos y para matarnos. Una cultura nos da mayor seguridad en el sustento y contra la muerte, seguridad que pagamos con la represión de nuestros instintos, generándonos malestar. Esa pérdida se manifiesta, entre otras cosas, en sueños colectivos de Paraísos perdidos y Arcadias románticas de ambientes bucólicos y pastoriles, valga la redundancia. Una nostalgia de la vida en la naturaleza. Una naturaleza idealizada, calma y protectora. Nunca hay tempestades ni muerte, en los Paraísos o en las Arcadias. Siempre hay un orden en esos lugares utópicos. Nunca se añora la naturaleza salvaje. ¡Vaya paradoja!
El patrimonio anímico de la Cultura está mal distribuido y no sólo en su aspecto económico. Por tanto, lo único común a toda la sociedad, es el inconformismo. Todos sentimos ese malestar y lo mitigamos de diferentes formas. Ya los romanos tenían una síntesis para parte de esto, expresada en la frase: Panem et Circenses (pan y circo), o en términos actuales, consumo y entertainment.
Las culturas se transforman dinámicamente pero no pierden sus raíces. Mutan para sobrevivir. De lo contrario mueren. El día que destruyamos nuestra cultura tendremos que comprar otra; no se puede vivir sin una. Y tal vez, sea eso lo que estamos haciendo.
En síntesis, la división entre Oriente y Occidente aparenta ser antojadiza, hasta que se presta mayor atención a la historia y la cultura de Grecia y entonces se hace inevitable llegar a la convicción de que si Grecia estuviera mil kilómetros más allá, Occidente comenzaría mil kilómetros más allá.
Concluyendo, creo que el gobierno heleno tiene una tarea; es necesario designar una fecha para conmemorar aquella batalla, como fiesta de Occidente todo; y ese día, miles deberían reunirse en aquel lugar histórico y recordar el hecho, para comprometerse a perpetuar nuestra civilización por dos milenios y medio más. Probablemente no sea así. Probablemente sólo unos pocos reconozcan la importancia del evento y acudan a la cita. ¡Pero qué importa! Si apenas son trescientos, tal vez sea suficiente.
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