Siempre estuvimos en contra de judicializar la política o politizar la justicia, en cuanto esto pueda significar pretender dirimir los conflictos políticos a través de la justicia o bien utilizar a esta con una finalidad de política partidaria. En ambos casos se desnaturaliza la función de la justicia con graves consecuencias sobre su prestigio y su papel como instrumento para dirimir los conflictos interpersonales y generar paz en las relaciones sociales.
Nuestra organización de la Justicia siempre tuvo como piedra angular al Poder Judicial, el que con innegable prestigio y satisfacción de la sociedad nacional, cumplió su tarea de forma que mereció respeto a nivel continental por su nivel académico, su honestidad y particularmente por su independencia.
Sin embargo, en los últimos tiempos nuestro ordenamiento jurídico, de tradición hispano latina, ha sido puesto en tela de juicio y desde distintos ángulos se ha pretendido injertarle soluciones propias del derecho germánico o anglosajón. De alguna manera, respondiendo a esta tendencia, nace el nuevo código procesal penal, en el que destacamos su art. 264 que consagra que el Ministerio Publico formara legajos de investigación, con el fin de preparar sus planteos, que no estarán sujetos a formalidad alguna y este legajo no podrá ser consultado por el órgano jurisdiccional, quien tiene que resolver los planteos que le formulen las partes en audiencia, en base a las argumentaciones que estas hagan de la información recolectada. De alguna manera parece se han consagrado por la vía legal, las pesquisas secretas abolidas por el art. 22 de la Constitución, menoscabando la figura del Juez, tradicional garantía del respeto a los derechos individuales, transformado en la particular organización de nuestro actual proceso penal, en prácticamente un simple moderador del proceso o debate judicial, sin mayores posibilidades de garantir los derechos individuales de los justiciables. Por otro lado, la actual legislación concentra poderes en la
Fiscalía General de la Nación, servicio descentralizado del Poder Ejecutivo, dando a esta la posibilidad de transformarse, como en la novela de Víctor Hugo, en un implacable Inspector Javert, sin control jurisdiccional.
En ese panorama del Derecho positivo nacional apareció en la prensa la noticia de que un Fiscal demandaría la formalización de Guido Manini Ríos por considerarlo incurso en el delito de omisión de denunciar delitos establecido en el art. 177 del Código Penal. Si bien es grave que el indagado y el público en general se enterara de semejante imputación a través de la prensa y no por los canales institucionales pertinentes, lo más grave es que la pretensión resulta a todas luces antojadiza, desde que la situación a denunciar no solo era conocida desde hace ya mucho tiempo, como lo reconoció un reputado jurista que integro la llamada Comisión para la Paz, sino que es evidente que las actuaciones fueron elevadas a la Presidencia de la Republica, que inicialmente llegó a homologar un fallo contenido en el expediente, por lo que no puede alegar desconocimiento del contenido de las actuaciones. Por estas y otras razones, entre ellas las expresiones del propio fiscal que pretende fundar el dolo en su personal apreciación sin fundamentos objetivos, la actuación generó la convicción que se pretendía exculpar a los reales responsables de la omisión, si esta es penalmente relevante, pero sobre todo a interferir en el proceso electoral descalificando a Manini Ríos y eventualmente a impedir su candidatura.
La maniobra no prosperó y Manini fue ungido por 260.000 votos que le impusieron fueros parlamentarios, que el reiteradamente anuncio que no invocaría, en el afán de probar que en todo momento su proceder se ajustó a Derecho. Sorpresivamente fue el Fiscal quién invocó dichos fueros para postergar su pedido de formalización, en lo que impresionó como una marcha atrás, ante la constatación del incuestionable pronunciamiento popular que desatendiendo las nada convincentes imputaciones, ungió al candidato con la aprobación popular y al decir de José Artigas podemos concluir, que no hay nada más sagrado que la voluntad de los pueblos. Es evidente entonces, que deben introducirse modificaciones al régimen vigente que devuelvan a los magistrados del Poder Judicial, la posibilidad de una efectiva tutela de los derechos individuales y evite que los particulares puedan estar sujetos a la eventualmente ilegitima persecución desde ámbitos ajenos a dicho Poder.