A las 03:15 horas del miércoles 6 de diciembre de 1967, el sonar del teléfono en el dormitorio del vicepresidente de la República, don Jorge Pacheco Areco, cortó abruptamente su sueño para comunicarle lo peor…
“No puede ser… yo hablé hace tres horas con él y estaba perfecto…”, atinó a decir sorprendido.
“Así es”; le confirmaron desde la casona de la calle Gabriel Pereyra al 2962; y a modo de que no quedaran dudas agregaron: “El Presidente ha muerto”. Se hizo una pausa e inmediatamente contestó: “Voy para ahí”.
Quince minutos antes, el joven Dr. Antonio Farcic había tratado de volverlo a la vida durante casi una hora; todo fue inútil. La rigidez de la cara y la falta de pulso eran signos incontrastables de su deceso. Dándose vuelta al mismo tiempo que sus manos hacían el gesto de “arreglarse” la túnica, y mirando seriamente a la esposa, con algo de nerviosismo, pero sin perder la entereza y el sentido del momento, lacónicamente dijo: “Ha fallecido”. Gestido había cumplido 66 años el 28 de noviembre; precisamente en el primer aniversario de su victoria electoral.
Había llegado tarde a su casa, como era rutina. Colgó el saco en el respaldo de la silla, aprontó el mate y se sentó en la mesa del comedor a leer los diarios de la noche mientras escuchaba su programa favorito: “Tomándole el pulso a la República”.
Poco después de acostarse, su señora se despertó sobresaltada. La respiración del presidente no era normal… “¡Gestido… Gestido!”, le llamó, pero el general nada respondió. La expresión mortecina lo decía todo. El día anterior, tarde, en el medio de una intensa sesión, el ministro de Ganadería y Agricultura, Flores Mora, alegando cansancio sugirió levantar la reunión, a lo cual el general, en tono paternal, le reprochó diciéndole: “Yo tengo 66 años y no estoy cansado, así que no autorizo a los jóvenes a estar cansados”. Pero aunque no lo notara o asumiera, el desgaste de las turbulentas horas que se vivían había mermado su salud.
Contaba el Dr. Manini Ríos, en su momento director de Planeamiento y Presupuesto, al periodista Di Candia: “Semanas antes yo había ido con Gestido a la denominación oficial del liceo de Pando (…). Cuando terminó el acto, la directora del liceo llevó a Gestido a mostrarle las aulas. Una de esas cosas que obligan a hacer a los presidentes, porque no hay nada más parecido a un aula de un liceo que un aula de otro liceo. (…) Recuerdo haber mirado a Gestido desde atrás y lo encontré realmente mal. Avejentado, vacilante, como con poca salud. Volvimos a Casa de Gobierno y me fui al despacho del vicepresidente Pacheco y le dije: “Tú ándate preparando para ejercer la Presidencia porque para mí Gestido está muy mal”.
Solo 281 días separaban el infausto momento de la jornada en que Gestido, luciendo traje oscuro, hacía su ingreso al Palacio Estevez y caminaba sobre la alfombra roja para ser ungido presidente. Todos los medios televisivos se encontraban presentes para testimoniar la primera transmisión en vivo de una asunción presidencial en nuestro país.
El Salón Rojo lucía majestuoso, sus arañas encendidas acrecentaban y daban el marco de la ocasión. Sobre las 16:00 horas, el presidente saliente del CNG –Alberto Heber– comenzó su discurso. La emoción del momento lo embargó y no pudo contener las lágrimas, debiendo hacer más de una pausa ante un atento Gestido que lo observaba con gesto amable y solemne a la vez.
Lejos estaba ese triunfal momento de aquella niñez iniciada en la aurora del siglo XX; que aunque sin las mieles de la prosperidad fue felizmente vivida con sus cuatro hermanos en el Barrio Sur de su Montevideo natal.
Las calles de adoquines, los clásicos “campitos” y los amigos del barrio fueron los testigos iniciales de las dotes con el balón de cuero que los Gestidos gozaban; y de las que harían gala en la Liga Universitaria cuando ambos eran cadetes en la Escuela Militar. Esas habilidades con el deporte supremo los llevaría a un breve pasaje por Central Español y por último consagraría a su hermano Álvaro como campeón uruguayo con Peñarol –el club de sus amores–, campeón olímpico en 1924 y mundial en 1930.
Desde su egreso, como alférez de artillería en que se lo destina al Cuartel de la Unión, al ámbito que definiría su carrera castrense, solo restaron un par de años. En 1923, la Escuela Militar de Aviación lo recibe con el grado de teniente y toda la matutina fe de un veinteañero; permaneciendo en ella hasta 1932, donde como capitán se lo distinguirá como Agregado Aeronáutico en Francia. A su regreso, cumple funciones como asesor aeronáutico y en 1936, se constituirá en el primer director de la Escuela Militar de Aeronáutica. En 1942, ya como coronel, se lo designa director general de la Aeronáutica Militar, y presidente interino de PLUNA, que el gobierno había decidido intervenir, donde nunca quiso aceptar las prebendas y compensaciones que por el puesto le correspondían. En 1949 alcanza el generalato, y en 1951 es nombrado inspector general del Ejército, hasta su retiro en 1955. En 1957 se le solicita actuar como presidente interventor de AFE, que presentaba graves problemas que requerían de su concurso para ordenarlo; y en 1959, ante la emergencia por las inundaciones de abril, se lo nombra presidente de la Comisión Nacional de Ayuda a los Damnificados. Sus actuaciones hicieron que el Partido Colorado se fijara en él dado el amplio y merecido respaldo popular que concitaba; gestándose así su elección al CNG en 1963; donde en otro gesto de probidad renuncia a los haberes jubilatorios de inspector generalmientras permaneció en el cargo.
Se le consideraba –y vaya si lo era– un hombre esencialmente honesto. Había demostrado ser un excelente gestor y se lo veía como un “outsider” del sistema político, y así también le gustaba considerarse a sí mismo.
No encandilaba por poseer una simpatía irresistible, más bien era un hombre de gesto serio, pero su mirada franca y su alta y atlética figura proyectaba un respeto reverencial, que se conjugaba de buena manera con un espíritu sereno, alejado de juicios ligeros o baladíes.
Si bien tenía gran sentido de su rango y del protocolo por su formación, sentía una atávica aversión por los gastos superfluos; su sobriedad lo había hecho cultivar una sincera austeridad durante toda la vida. Su discurso político, sin ser florido, era claro y pausado, sincero, entendido y compartido; lejos de la verborrea del mercachifle.
El Dr. Quijano, desde las columnas de “Marcha”, lo definía así: “Tenemos desde hace mucho tiempo una muy alta opinión personal del general Gestido. Es hombre sensato, probo, justo, con visión nacional y ama a su tierra. El destino lo convoca para otorgarle el mando en una hora muy difícil, de las más difíciles de nuestra historia. Que su obra sea digna de la pesada y gloriosa responsabilidad que le ha sido concedida es nuestra esperanza y nuestro voto”.
Jamás hablaba de política en su hogar y cuando lo tenía que hacer, el escritorio era el lugar elegido. El cuadro de Artigas, varios diplomas y fotografías personales dispuestas en la pared, así como una réplica en miniatura de la obra de Belloni, “A la aviación vanguardia de la patria”, fueron testigos mudos de las conversaciones con los más diversos actores políticos que lo visitaban, y a quien él mismo atendía cuando llamaban a su puerta, dado que nunca había querido mudarse a Suarez y Reyes.
Las palabras de su secretario, el Dr. Giorgi, son más que elocuentes sobre lo sucedido: “El fallecimiento de Gestido fue debido a una gran tensión provocada por la acumulación de los problemas de esos meses. Se percibía que sentía una gran angustia. Hasta el último día trabajó once, doce o más horas diarias y además se llevaba expedientes para su casa…”.
Este comentario sumado al que recuerda Agustín Barvato, que Gestido le hizo, al salir de una reunión con varios dirigentes, tiene al igual que el gesto heroico de Príamo defendiendo Troya o Leónidas en las Termopilas, un tenor de profecía auto cumplida: “Por muchas que sean las dificultades no voy a abandonar la lucha. En último caso, que mis cenizas y mi sacrificio personal puedan servir para algo…”.
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