“En vuestro país conviven en la concordia diversas opciones sociales y políticas, y grupos que profesan diferentes creencias religiosas; todo ello en un clima favorable de respeto y tolerancia. Es bien conocido, y me es grato subrayarlo, que los uruguayos sois un pueblo de corazón, que sabe querer y valorar la amistad. Por eso, estoy seguro de que también vosotros sabréis entender mis palabras, palabras de amigo y de Padre, que a todos respeta y a todos quiere”.
Juan Pablo II, saludo al pueblo uruguayo, 31 de marzo de 1987.
La Beatificación de Jacinto Vera será uno de los sucesos más trascendentes de la historia de la Iglesia nacional. Y debería ser un motivo de orgullo, no sólo para la comunidad católica de nuestro país, sino también para nuestra ciudadanía en general. Porque más allá de los conflictos que se originaron en el siglo XIX entre la Iglesia y el Estado, lo importante a destacar es la labor de la Iglesia desde los tiempos de Dámaso Antonio Larrañaga, en el proceso de conformación de nuestra nación.
Porque el trabajo de la Iglesia en nuestro territorio no se circunscribió puramente a la prédica de la fe y de la enseñanza religiosa, sino que fue determinante llegando a las poblaciones más desposeídas, no sólo de bienes materiales sino también de bienes espirituales y culturales. Puesto que la construcción de un Estado no se realiza mediante el ejercicio unilateral de una persona o grupo dominante, sino que se desarrolla mediante la tolerancia, el entendimiento, y el valor de las diferencias que enriquecen al pueblo. Y en este proceso no se puede obviar el papel de la Iglesia, que todavía sigue cumpliéndose en distintos sectores de nuestra sociedad, especialmente en barrios carenciados donde esta institución es la única presente.
Por ello sorprende la polémica que causó la reanudación de las misas en la capilla del Hospital Viladerbó. Pues no se trata de que, en este caso particular, una institución del Estado se haya dejado permear por la Iglesia, sino más bien de que, en este caso, una institución del Estado ha brindado, opcionalmente para quienes lo desearon, un recurso espiritual y cultural, como lo es una ceremonia eclesiástica. Pero lo más importante de todo es que aquellos individuos que eligieron participar de la ceremonia son personas enfermas, con severos problemas y que en muchísimos casos pertenecen a la franja más carenciada de nuestra sociedad. Para las que celebrar una misa, hacer un taller de arte o realizar un programa de radio son formas no sólo de dispersión sino de contacto con la belleza, con el prójimo, con el espíritu, o con Dios, según sea su creencia.
Vale decir además que esta polémica tampoco contribuye al reconocido clima de tolerancia religiosa que forma parte de nuestra idiosincrasia desde los tiempos artiguistas.
De hecho, quienes hayan estudiado historia nacional saben bien que desde que se forjó nuestra república, la ciudadanía supo articular como ningún otro país de Sudamérica, esta tolerancia religiosa. Pues, personas ilustres de nuestro pasado fueron reputados católicos que también dieron lugar al libre pensamiento. Porque filosóficamente hablando, a principio del siglo XX en el liberalismo uruguayo convivían con igual importancia el teísmo, el deísmo, el agnosticismo y el ateísmo.
El mismísimo J. E. Rodó se declaró liberal y librepensador. Sin embargo, ante el auge del anticlericalismo en su época, se vio en el compromiso de introducir una nota de moderación y sobre todo de tolerancia frente al problema religioso. Esto lo llevó a publicar una carta publicada el 5 de julio de 1906 en La Razón, titulada “Liberalismo y Jacobinismo” contra la expulsión de los crucifijos de los hospitales.
Y cabe recordar que, ya en 1900, había escrito en el Ariel: “… mientras exista en el mundo la posibilidad de disponer dos trozos de madera en forma de cruz, […] la humanidad seguirá creyendo que es el amor el fundamento de todo orden estable y que la superioridad jerárquica en el orden no debe ser sino una superior capacidad de amar”.
Por su parte, Vaz Ferreira que también era liberal y admitía públicamente ser admirador de Jesús y de los Evangelios, expresaba: “La tolerancia es el más noble de los sentimientos, a saber: cuando significa procurar comprender en cuanto sea posible las ideas, los sentimientos y los actos ajenos, respetando aún aquellos actos, sentimientos e ideas que no podemos comprender o compartir”.
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