En columnas anteriores hablamos sobre el origen de las universidades y los grandes ideales que otrora las animaban. Ahora bien, ¿cómo se transmitía el conocimiento en esos tiempos, antes de la invención de la imprenta? ¿Qué se ganó y qué se perdió con tan decisiva innovación tecnológica?
Por supuesto que antes ya existían los libros. Hay datos sobre su fabricación en el magnífico libro de Jacques Leclerq titulado El amor a las letras y el deseo de Dios. El problema es que entonces los libros se hacían a mano, hoja por hoja. En consecuencia, eran pocos y extremadamente caros. Buena parte de la transmisión de conocimientos era oral –casi siempre se leía en voz alta– y el recurso a la memoria –y el desarrollo de su potencial al ejercitarla– era mucho mayor que en la actualidad.
La arquitectura y el arte –la música, los vitrales, las pinturas y esculturas de las grandes catedrales– estaban pensados para formar espiritualmente a los fieles. En los templos estaba narrada la Historia de la Salvación. Con la belleza de las imágenes y los cantos, se llegaba a la razón y al corazón de los fieles. Era una cultura audiovisual en toda regla.
Luego vino la imprenta. Los libros se abarataron y se multiplicó su difusión de manera exponencial. Adquirir cultura se hizo más fácil para todos aquellos que sabían leer. Con el tiempo, se empezó a universalizar la alfabetización. Ahora bien, la imprenta, no solo permitió la publicación de buenos libros: también facilitó la impresión y difusión todo tipo de libros, diarios, folletos, revistas… y basura con forma de tales. Hoy, mucho de lo impreso está en internet, además del formato papel.
El advenimiento de la imprenta trajo también consecuencias negativas: paulatinamente, se fue perdiendo la costumbre de leer en voz alta, se fue atrofiando la capacidad de memorizar y, sobre todo, se fue perdiendo progresivamente la capacidad de interpretar los textos en su contexto. ¿Por qué?
Porque para interpretar correctamente un texto es necesario conocer mínimamente los fundamentos de la gramática, la lógica y la retórica (el trivium de la educación escolástica) y es necesario ser capaz de ubicarlo en su contexto. Como en las escuelas que se fueron creando para universalizar la educación, el trivium se sustituyó por un conjunto de materias que debían aprenderse mecánicamente, la capacidad de pensar críticamente también se empezó a atrofiar.
En consecuencia, se enseñó a mucha gente a leer, pero a la mayoría no se le dio las herramientas necesarias para comprender la lectura y relacionarla con el contexto y la realidad. Todo esto ha llevado que las personas con una educación media sean, en general, influenciables por las modas, por la propaganda, por “lo que dice la tele”.
Lo grotesco del caso es que cómo la ignorancia y el pobrismo están de moda, aquellos que aún son capaces de pensar suelen ser víctimas de una especie de bullying ¡por parte de quienes siguen presos de la tiranía de la ignorancia! De jóvenes –y no tan jóvenes– que apenas saben expresarse, y que si escriben lastiman los ojos con sus “horrores” de ortografía.
Por eso nunca se hará bastante hincapié en la necesidad de poseer –y de brindar– una profunda formación intelectual. Solo así, viejos y jóvenes podremos enfrentar el tsunami de información que llega cada día a nuestros dispositivos electrónicos. Solo así podremos discernir lo bueno de lo malo, lo valioso de lo banal, e interpretar lo que vemos, escuchamos o leemos a la luz de la historia de las ideas, del sentido común, de la ley natural e incluso de la Historia de la Salvación. Solo así podremos tener una comprensión más o menos acabada de la realidad.
Al respecto, la novelista inglesa Dorothy Sayers sostiene que “si queremos producir una sociedad de personas educadas, capaces de preservar su libertad intelectual en medio de las complejas presiones de nuestra sociedad moderna, debemos hacer retroceder la rueda del progreso unos cuatrocientos o quinientos años, hasta el punto en que la educación comenzó a perder de vista su verdadero objeto, hacia el final de la Edad Media”.
Para terminar, cabe preguntarnos: más libros, más alfabetización, más textos, más audios, más programas de TV, más películas, más palabras, ¿nos han hecho más cultos?; ¿nos han hecho más sabios? Si la respuesta es positiva, quizá algo falle en nuestro entendimiento. Si es negativa, seguro que algo falla en nuestra sociedad.
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