El modelo totalitario se vincula a una filosofía de la historia rígidamente materialista y atea: la historia es entendida de forma determinística como un proceso de progreso que pasa por las fases religiosa y liberal, para llegar a la sociedad absoluta y definitiva en la que la religión como reliquia del pasado es superada y el funcionamiento de las condiciones materiales puede garantizar la felicidad de todos.
La aparente cientificidad esconde un dogmatismo intolerante: el espíritu es un producto de la materia; la moral es un producto de las circunstancias y debe definirse y practicarse según los objetivos de la sociedad; todo lo que sirva para promover el advenimiento del estado final feliz y moral. Aquí se completa la subversión de los valores sobre los cuales se asentó la construcción de Europa. Es más, aquí hay una ruptura con toda la tradición moral de la humanidad: ya no hay valores independientes de los objetivos del progreso; si es conveniente, todo se vuelve permisible e incluso necesario, todo se vuelve moral en el nuevo sentido del término. Incluso el hombre puede convertirse en un instrumento; no es el individuo lo que cuenta, solo el futuro que se convierte en la terrible divinidad que gobierna sobre todos y todo.
Los sistemas comunistas se hundieron por su falaz dogmatismo económico. Pero se pasa por alto con demasiada facilidad el papel que desempeñaron en su caída el desprecio por los derechos humanos, la subordinación de la moral a las exigencias del sistema y las promesas de futuro. La mayor catástrofe que produjeron no fue de naturaleza económica; consistió en la desecación de las almas, en la destrucción de la conciencia moral.
Joseph Ratzinger, en “Sin raíces: Europa, relativismo, cristianismo e islam”
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