En la sección “cultura” del diario ABC de España, apareció días atrás un artículo titulado: “Gabriel Matzneff, el escritor pedófilo aplaudido por las élites en Francia”. Allí se cuenta cómo en las últimas décadas del siglo XX, las aventuras pedófilas del escritor francés Gabriel Metzneff (1936), eran celebradas y aplaudidas por casi toda la intelectualidad francesa. “Toda la Francia política –dice el artículo-, de izquierda y derecha, toda la Francia literaria, de «Le Monde» -donde escribía- a «Le Figaro», se «divertía» con las historias de Matzneff (…) cuya producción literaria era un largo rosario de confesiones de su «gran arte» de la seducción de menores”. Era amigo de Miterrand, y Chirac lo condecoró como “Oficial de honor de las artes y las letras”. El Estado francés, premió su labor literaria con diversos beneficios y pensiones de entre 20.000 y 30.000 euros por año.
Recientemente, Vanesa Springora, directora del grupo editorial francés Éditions Julliard, publicó un libro titulado “El consentimiento”, donde narra cómo Matzneff “la sedujo cuando tenía catorce años, y cómo ejerció sobre ella la influencia de un «gurú», utilizándola, manipulándola, convertida en «muñeca» de sus caprichos íntimos”. A raíz del libro, el Estado francés revisará las pensiones que recibe el escritor pedófilo. No parece haber, sin embargo, ninguna denuncia penal en el horizonte. Respecto al libro de Springora, Bernard Pivot, un célebre crítico literario ya jubilado, que festejó en su momento la abyecta conducta de Metzneff, se excusó diciendo que «por aquellos años, la literatura era más importante que la moral».
¿Cómo llegamos a esto?
¿Cómo pasamos en apenas 100 años, de la moral victoriana, a la ausencia de moral en absoluto? ¿A quién se le puede ocurrir que la literatura –el fútbol, la economía o la política- son más importante que la moral?
A nuestro juicio, a esto llegamos gracias al relativismo, ideología que niega la existencia de la naturaleza humana, y de un orden moral natural a partir del cual es posible deducir ciertas verdades objetivas sobre el bien y el mal. Para los relativistas, cada uno tiene su verdad. Como los estoicos, creen que “el hombre es la medida de todas las cosas”: “si Dios no existe –dirá Dostoievski- todo está permitido”. En términos discepolianos, “todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor”.
Pero… ¿es cierto que todo es relativo? Lo primero a señalar, es que “todo es relativo”, es una afirmación absoluta. Por tanto, contradictoria. Si bien hay una enorme cantidad de cuestiones relativas y opinables, hay también algunas verdades: hay cosas que siempre están bien, y cosas que siempre están mal. Por ejemplo, matar a un inocente, siempre está mal. Mientras tanto, proteger a un bebé indefenso, siempre está bien.
¿Cómo surge el relativismo?
Si bien Nietzsche ya se había dado cuenta de que la “muerte de Dios”, traería consigo la desaparición de los puntos de referencia que permitían al hombre obrar según la verdad, el relativismo se afirma a partir del fracaso del “pensamiento fuerte”, típico de los totalitarismos del siglo XX. El desastroso resultado de regímenes como el nazismo y el comunismo, que pretendían fundarse en verdades incuestionables, condujo a una pérdida de fe en la capacidad de la razón para conocer la verdad.
En lugar de volver a buscar la verdad en la ley natural, que indica al hombre el comportamiento que más conviene a su naturaleza, algunos optaron por rechazar la existencia de toda verdad, salvo la empíricamente comprobable. Así nació el “pensamiento débil”, radicalmente relativista, cuyo máximo exponente es Gianni Vattimo.
¿Cómo salimos de esto?
Recuperando la certeza en la capacidad del hombre para conocer la verdad a través la razón. La verdad –“adecuación de entendimiento a la realidad”- se puede conocer a través de la deducción racional: del beso que da una madre a su hijo, se puede deducir que lo ama. Pero ¿cómo comprobarlo?
Incluso si admitiéramos la sola existencia de verdades empíricamente comprobables, numerosos estudios demuestran la importancia de la unidad y la estabilidad familiar en la educación de los hijos. Lo cual nos remite a la existencia de una ley natural, que indica que el matrimonio de uno con una para siempre, es el que más conviene a la naturaleza humana. La pregunta clave es: ¿estamos abiertos a la verdad?