El viernes pasado el BCU anunció la primera edición del premio “Economía y género en el sistema financiero”. Según reza la comunicación, la convocatoria busca impulsar “el desarrollo de conocimiento en la detección de brechas de género en la utilización del sistema financiero”. Esto resulta muy revelador sobre las prioridades de un regulador que no goza de tiempo para estudiar cómo resolver el problema de las deudas incobrables que aquejan cientos de miles de familias y excluyen del sistema financiero a casi un millón de ciudadanos.
En noviembre de 2021 tuvo lugar en Glasgow la COP26, conferencia en la que las autoridades económicas y ambientales de nuestro país decidieron agregar su firma a la cláusula que nos compromete a reducir las emisiones de metano en un 30% para 2030; ni Australia ni Brasil la firmaron. Por si con este compromiso no hubiera alcanzado, la semana pasada el MEF informó que trabaja junto al Banco Mundial en estructurar un préstamo que vincule la tasa de interés a las emisiones de metano generados por el ganado. Una especie de cilicio financiero que contribuiría a forzar a los pequeños productores a cumplir con los designios de Davos o perecer.
Podríamos seguir con el hidrógeno verde, las normas ESG o la creciente injerencia de la OMS en nuestros asuntos sanitarios. Pero todos estos temas tienen una matriz común. Se trata de ideas concebidas desde los centros de poder en función de los intereses de sus propias empresas, que luego son promocionados en forma radial por organismos internacionales, multinacionales y consultorías privadas, con el objetivo de ir permeando los sistemas políticos de forma transversal, con independencia de los partidos. El objetivo final es dejar plasmadas estas ideas –o más bien planes de negocios– en los marcos normativos, volviendo cada vez más irrelevantes en el proceso a los sistemas legislativos nacionales. En el extremo de las urgencias, los legisladores terminan votando leyes y haciendo concesiones para salvarse de un default, el peor castigo del capitalismo globalizado.
En otros tiempos las naciones poderosas se hacían entender abriendo mercados a cañonazos, interviniendo las aduanas de los países deudores y hasta imponiéndoles ministros de Economía, como ocurría en el Egipto del protectorado. Hoy en día eso ya no es necesario, resultando mucho más eficiente el “soft power” o poder blando, concepto popularizado por Joseph S. Nye en 1990, recién terminada la Guerra Fría. Mientras que el poder duro se ejerce de forma coercitiva, el poder blando se basa en el uso de la persuasión para lograr objetivos de política exterior. De este modo, el poder blando buscar crear redes de influencia, imponer narrativas y establecer normas internacionales. En pocas palabras, penetrar la cultura local para subvertirla desde adentro. Nye no inventó nada nuevo, solo reformuló en términos modernos aquel principio de Sun Tzu que afirmaba que el arte supremo de la guerra consiste en someter al adversario sin necesidad de combatir. En términos prácticos y actuales, basta con domesticar a los sistemas políticos y administrativos, apelando a debilidades humanas como la vanidad, por nombrar solo una.
A modo de ejemplo, fue la vanidad del primer ministro de Sri Lanka la única responsable de la hambruna sufrida por su país el año pasado. En Davos le festejaban en 2018 sus planes de convertir al país asiático en “una economía basada en el conocimiento”, en un “centro de alta competitividad”, una “economía social de mercado altamente dinámica”, y toda una serie de tonterías precocinadas que según él le permitirían “ganar el reconocimiento del resto del mundo”. Envalentonado por tantos “premios”, en 2021 decidió embarcar masivamente a su país en la producción orgánica, prohibiendo la utilización de fertilizantes y fitosanitarios. Ningún “científico”, ni la FAO, ni el FMI, ni nadie le advirtió que ello conduciría inevitablemente a un desastre en términos de la oferta de alimentos.
Quizás nuestra creciente arrogancia no nos permita ver que, si nuestros gobernantes continúan comportándose como peones en esta guerra cultural, escenarios como los de Sri Lanka son posibles. Sin ir más lejos, el presidente de OSE nos informó este lunes pasado que teníamos agua para 18 días, o sea que hoy nos encontramos a escasos 16 días de dejar a dos millones de ciudadanos sin agua potable. ¿Estaremos esperando a que venga el Banco Mundial a decirnos el modo “ESG” de resolver la crisis?
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