En una de sus conferencias en TED, el gran educador inglés Ken Robinson, comentaba que para Jeremy Bentham existían“dos tipos de personas en el mundo, las que dividen el mundo en dos tipos de personas y las que no”. Supongo que soy de los primeros, porque me atrevo a dividir a los políticos en “plutarquianos” (o “quijotescos”) y “maquiavélicos”.
Plutarco nació en Queronea, Grecia, hacia el año 40 después de Cristo. Fue político, filósofo, historiador, pedagogo moral y, sobre todo, un prolífico escritor. Conoció y trató a los principales dirigentes políticos de su tiempo y, paralelamente, estudió y escribió sobre muchos de los gobernantes romanos y griegos anteriores a su época. Fue un maestro de la educación política que, a partir de experiencias propias y ajenas, sintetizó en su obra las principales virtudes y habilidades que debe poseer el buen gobernante.
Aunque en Wikipedia lo clasifican como “historiador”, Plutarco escribe sus “Vidas paralelas” y sus “Moralia”, no con la intención de hacer historia, sino procurando ofrecer ejemplos de vida motivadores para sus lectores. Plutarco cree firmemente que “las palabras mueven, pero los ejemplos arrastran”. Por eso enseña que, si todos los ciudadanos deben dar buen ejemplo de conducta a los demás, quienes deben hacerlo en primerísimo lugar son los gobernantes.
Plutarco concibe la autoridad como servicio y entiende que la política es la actividad más noble que puede realizar el hombre, porque de ella depende el bien de muchos. El experto uruguayo en Plutarco, Pbro. Dr. Ricardo Rovira Reich, autor de “La educación política en la Antigüedad clásica – El enfoque sapiencial de Plutarco”, sostiene que este autor tiene “un enfoque sapiencial de matriz cristiana, a pesar de que nunca demostró saber nada del naciente cristianismo de su época”.
Las 50 vidas sobre las que escribió Plutarco, empezando por Teseo y Rómulo, y siguiendo por Licurgo y Numa, junto con los Moralia, son dos versiones –biografía y ensayo, historia y marco teórico– de una misma enseñanza política: una enseñanza que cree necesario ejercer noblemente la actividad política, en virtud del alcance que tienen las decisiones de los gobernantes. Una enseñanza que cree que deben fomentarse las cualidades y las capacidades de los políticos. Una enseñanza que cree que los que mejores debían ocuparan los cargos más altos, siendo ejemplares en el ejercicio de su profesión para “tirar” al pueblo hacia arria. Estas enseñanzas, al menos en la teoría, fueron sumamente valoradas durante generaciones.
Hasta que un buen día, allá por 1531, se publicó “El Príncipe”, obra póstuma del político, filósofo y escritor italiano Nicolás Maquiavelo, fallecido en 1527. “El Príncipe”, en las antípodas de las enseñanzas de Plutarco, es algo así como un manual de política utilitarista. En su libro, Maquiavelo no aconseja al gobernante hacer todo lo posible para procurar la felicidad de su pueblo, sino tomar todas las medidas necesarias para perpetuarse en el poder. Y es que para Maquiavelo lo importante no son las virtudes o cualidades morales del príncipe, sino cómo le conviene proceder a este para su beneficio personal. Maquiavelo parece creer que el fin justifica los medios y por eso aconseja al gobernante pensando en todo lo malo que hay en el hombre: los bajos instintos, el egoísmo, la ambición… Su lema parece ser “piensa mal y acertarás”.
Uno de los dramas de nuestro tiempo es que parece haber entre nuestros gobernantes más lectores de Maquiavelo que de Plutarco; más partidarios del utilitarismo, que del idealismo o el virtuosismo en la función pública; más políticos interesados en perpetuarse en el poder que en ser gobernantes ejemplares y conducir a sus pueblos hacia lo bueno, bello y verdadero: en una palabra, hacia la felicidad.
Si alguno sonríe al leer estas líneas es mala señal, porque estará admitiendo explícitamente que el idealismo es absurdo y que lo único que importa es el pragmatismo. Nosotros creemos que sin dejar de lado los aspectos prácticos de la gestión de gobierno, nuestra patria y el mundo entero solo cambiarán para bien el día que llegue al poder una generación entera de gobernantes con vocación de nuevos Quijotes, dispuestos a jugarse la vida y el honor por una política recta, ejemplar, centrada en el bien común verdadero y no en ideologías. Una política que tenga claro que cada persona, además de materia, es espíritu.
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