Corría el año 711. La península ibérica, poblada por visigodos, estaba en guerra civil. El rey Agila pidió ayuda a los musulmanes para asegurar su victoria. Y ganó, pero con tan mala suerte que los moros se encariñaron con Hispania: sacaron de en medio a Agila y rápidamente, sin derramar sangre, se apropiaron de casi toda la península ofreciendo tratos muy generosos: a los que se convertían al islam, les permitían conservar sus posesiones –cabeza incluida–. Así lograron a la vez, conversiones y aliados.
El avance hacia el norte parecía incontenible, hasta que en 722 se pegaron con el horcón del medio: Don Pelayo. Dice la leyenda que, con sólo doscientos astures, Don Pelayo enfrentó a miles de moros, resistiendo el embate musulmán en la cueva de Covadonga. Allí fue donde comenzó la reconquista de Al-Ándalus, la Hispania bajo dominio moro que culminaría en 1492… ¡770 años después!
Desde la cornisa cantábrica, los cristianos fueron avanzando lentamente, palmo a palmo, hasta las orillas del Ebro, del Duero, del Tajo, del Guadiana y del Guadalquivir… Año tras año, siglo tras siglo, durante casi 800 años, hasta que lograron mojar sus pies en el Mediterráneo.
La historia de la Reconquista está plagada de acciones militares, como por ejemplo, la batalla de las Navas de Tolosa en 1212. Allí, el rey Alfonso VIII, al ver estancada la carga de caballería de don Diego López de Haro, le dijo al arzobispo de Toledo, Jiménez de Rada: “Arzobispo, vos y yo, muramos aquí”. Cargó Alfonso con lo que quedaba de su caballería, levantó la moral de sus tropas y aplastó a los moros, alcanzando la victoria. Sin embargo, la Reconquista se hizo más a golpe de azada que al filo de la espada: eran los fueros y libertades que se otorgaban en los territorios fronterizos lo que atraía a los campesinos y los llevaba a luchar por sus propiedades, por sus familias y por su libertad. Su misión era poblar y resistir.
Poblar y resistir, también es la consigna de los cristianos de hoy. El relativismo moral, el marxismo cultural –financiado por el poderoso capitalismo maltusiano–, el positivismo jurídico y la ideología de género están avasallando nuestra cultura. Con raras y honrosas excepciones, el poder político, apoyado por ciertos medios de desinformación, parece haberse propuesto dinamitar la base antropológica sobre la que se construyó nuestra civilización.
¿Lograremos restaurar la civilización occidental? No será fácil. Pero la Reconquista prueba que una civilización al borde de la muerte se puede rescatar si cuenta con un puñado de hombres libres, valientes, perseverantes, con suficiente determinación como para entregar sus vidas por su familia, por su patria y por su fe, sin bajar jamás los brazos.
¿Qué es lo que los cristianos queremos reconquistar? La sensatez, el sentido común, el respeto a la ley natural, la verdad sobre el hombre, varón y mujer; la visión clásica de la familia; el derecho de los padres a educar a sus hijos según sus convicciones; la libertad de opinar sin restricciones…
Esta “nueva Reconquista” llevará muchísimo tiempo: quizá décadas, quizá siglos. No es algo fácil de aceptar en una época en la que todo lo queremos “ya”. Pero hay que mirar la realidad con visión histórica. Como Don Pelayo en Covadonga, nuestra consigna es resistir. Poblar y resistir.
¿Cómo? Trayendo hijos al mundo y cultivando sus almas: evitando que sean víctimas de las ideologías de moda. Brindar a los chicos una educación clásica, formándolos en una fe firme y sin fisuras, sin miedos ni complejos, generación tras generación, es la forma más eficaz de librar la batalla espiritual y cultural.
Sabemos que esta batalla de antemano está ganada. ¿Por qué? Porque ya la ganó Cristo. Porque no luchamos por odio al enemigo, sino por amor a los que de nosotros dependen. Y porque cuando todo caiga –al decir de Joseph Ratzinger–, “los hombres de un mundo total y plenamente planificado, serán indeciblemente solitarios. Cuando Dios haya desaparecido completamente para ellos, experimentarán su total y horrible pobreza. Y entonces descubrirán la pequeña comunidad de los creyentes como algo completamente nuevo. Como una esperanza que les sale al paso, como una respuesta que siempre han buscado en lo oculto”.
Como en Covadonga y como en Granada, venceremos. Teniendo claro que la victoria en Granada de 1492 no se explica sin Don Pelayo en 722, y sin una porfiada determinación de perseverar, de poblar y resistir, sin claudicar jamás.
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