La difusión del mindfulness –práctica que invita a las personas a centrarse en sí mismas, a no intentar cambiar nada y, sobre todo, a no juzgar– nos da pie para reflexionar sobre la necesidad de los juicios que todos hacemos. ¿Está mal juzgar, como dicen los gurúes del mindfulness?
Los medievales, para analizar los problemas, utilizaban un término en latín que en estos tiempos de generalizaciones y simplificaciones abusivas ya no se usa: distinguo. Distinguir es la clave: ¿qué es lo que no debemos juzgar?, ¿las ideas?, ¿los actos?, ¿las intenciones? Son cosas muy distintas la idea que tiene una persona –antes de actuar, casi siempre pensamos lo que vamos a hacer–; el acto –bueno o malo– que una persona realiza; y otra, la intención con que se realiza el acto.
Ante todo, hay que aclarar que una persona puede tener ideas para nada respetables, sin que por ello la persona en cuanto tal deje de ser respetable. Luego, hay personas que actúan mal por fines buenos (el que roba para comprar un remedio carísimo a su madre enferma), y personas que actúan bien, pero por un fin malo (el que da limosna para que lo vean). Y si bien no debemos juzgar intenciones, una intención buena, nunca hace bueno un acto malo; pues un acto es bueno si su objeto es bueno, y malo si su objeto es malo. Las circunstancias solo agravan o reducen la gravedad de un acto malo: nunca cambian la bondad o maldad del acto.
¿Qué pasaría si no juzgáramos? No podríamos decidir nada acerca de nuestro propio comportamiento cotidiano. ¿Cómo podemos obrar bien si antes no establecemos un juicio sobre lo que está bien y lo que está mal? Si queremos actuar bien, no podemos “no juzgar”.
Hay tres clases de juicios básicos: la duda, la opinión y la certeza. Cuando tenemos dudas, lo mejor es consultar a alguien capaz de evacuarlas (v.g., ¿dónde para el ómnibus?; ¿está bien matar?). La mayor parte de las cosas, es opinable (v.g., para recaudar más, ¿conviene subir o bajar los impuestos?). Y también existen certezas (v.g., la vida humana inocente es inviolable, por tanto, siempre debe ser respetada: luego, el aborto y la eutanasia siempre están mal).
Muchas veces, cuando juzgamos, distinguimos la virtud –hábito operativo bueno– del vicio –hábito operativo malo–, porque así como la virtud es el hábito de obrar bien, el vicio es el hábito de obrar mal. Por eso, no es alcohólico quien toma un vaso de vino cada tanto, ni quien alguna vez en su vida se tomó hasta el agua de los floreros, sino aquel que se embriaga a menudo. Lo mismo con las drogas. Por eso, el calificativo vicioso no se aplica a quien actúa mal una vez, sino a quien tiene el hábito de actuar mal: el virtuoso tiene el hábito de actuar bien, y el vicioso tiene el hábito de actuar mal.
Ahora bien, incluso cuando alguien es vicioso, no se puede deducir de ello que sea un mal tipo, o que sea incapaz de cambiar… No se debe dar a nadie por perdido. Pero no se recupera a nadie dándole palmadas en el hombro, sino enfrentándolo con su vicio, mostrándole lo malo que es y animándolo a adquirir hábitos buenos –virtudes–. Solo si juzgamos el vicio como algo negativo podremos ayudar a otros a superarlo.
Esto confirma que no todas las ideas son dignas de respeto. No sé qué opinan los lectores, pero yo no respeto en absoluto ideas como la de embriagarse o drogarse a menudo, traficar drogas, aceptar coimas, torturar personas o violar menores. Me parecen ideas deleznables, Tampoco estoy dispuesto a aceptar las peculiares ideas de Stalin, de Hitler o de los dirigentes de Planned Parenthood sobre el respeto debido a la dignidad humana…
Una vez más, lo que es digno de respeto, son las personas, independientemente de sus ideas. Claro que si ciertas ideas pésimas se convierten en actos, y configuran delito, será posible juzgarlas, civil o penalmente: una cosa es que una persona piense robar un banco, y otra cosa es que lo haga. También es cierto que hoy, lamentablemente, no configuran delito crímenes horrendos como el aborto.
Finalmente, es posible compaginar el juicio sobre los actos, con la misericordia hacia las personas que los realizan. Fue lo que hizo San Juan Pablo II cuando visitó a Alí Agca, el hombre que intentó asesinarlo. El Papa nunca pidió que la Justicia italiana lo indultara; pero lo visitó en la cárcel y lo perdonó de corazón, sin guardar resentimiento alguno. Fue ejemplo claro de lo necesario que es recuperar el uso de la palabra distinguo.
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