Todo parece indicar que resta poco tiempo para la apertura definitiva de las fronteras. Se trata sin lugar a dudas de una circunstancia que los diferentes actores económicos aguardan con ilusión e inquietud al mismo tiempo. Algunas regiones y actividades se beneficiarán, mientras la tan ansiada apertura probablemente perjudicará a otras. Según explicaron los intendentes de Paysandú y Salto en el programa radial La Mañana en Estado de Situación, el comercio en sus capitales aumentó entre 30% y 35% durante la pandemia como efecto del cierre de fronteras. Es por tanto absolutamente comprensible la preocupación que expresan los comerciantes en los departamentos de nuestro litoral.
Previendo el impacto negativo en estas regiones es que la bancada de Cabildo Abierto presentó en el Parlamento hace ya más de un año su proyecto de “precios de frontera”. Desafortunadamente nos acercamos hoy al momento decisivo sin ningún plan en marcha que permita amortiguar los efectos de corto plazo sobre las regiones afectadas. Ante este escenario, solo quedaba por esperar medidas generales que permitieran absorber mejor el shock de la apertura de las fronteras. Una medida razonable hubiera sido una mayor flexibilidad cambiaria. Por el contrario, todo parece indicar que, salvo que nos estemos perdiendo algo, estamos ante el inicio de una nueva iteración del proceso de creación destructiva que algunos llaman eufemísticamente “mercado”. En esa dirección, no pasó desapercibido que un encumbrado jerarca del BCU admitiera estos días que el plan de vacunación ha sido “la medida de política económica más relevante y exitosa”. ¿Será que el BCU se quedó sin ideas? ¿O debemos esperar que Salinas se convierta en una especie de Super Mario de la economía uruguaya?
Lo cierto es que a medida que la niebla de la pandemia se disipa, vamos apreciando con mayor nitidez el alto grado de desalineamiento cambiario que tenemos respecto a la región. Ante esta realidad, resulta particularmente preocupante ver las idas y vueltas en la política monetaria y cambiaria del BCU, algo que nos remonta a las historias de los “platitos chinos” y sus pésimas consecuencias en términos de pérdida de competitividad, el cierre de empresas y la pérdida de empleos que eso trae aparejado. En su columna de El País de este lunes, el Ec. Javier de Haedo advierte que “en un mundo en el cual el dólar se ha venido fortaleciendo, en nuestro país hemos estado circulando a contramano”. Y para que no quepan dudas, habla de “divorcio” entre la cotización del dólar en Uruguay y el resto del mundo. ¿Cómo puede ser que organismos “técnicos” puedan caer una y otra vez en la misma trampa? ¿No existe memoria organizacional que permita aprender de las lecciones del pasado?
Quizás valga la pena hacer un breve recorrido histórico para alertar sobre lo cíclico de esta discusión harto conocida. Comencemos con la década del ´30, cuando el mundo –y Uruguay no era la excepción– procesaban los efectos de la crisis del 29. El mundo económico se venía abajo –la destrucción física llegaría una década después–, impulsando a los países desarrollados a devaluar sus monedas en una carrera por evitar la pérdida de empleos. Mientras esto ocurría entre Europa, Estados Unidos y Japón, Uruguay se encontraba inmerso en discusiones bizantinas sobre la importancia de mantener la estabilidad monetaria. El gerente general del BROU –que cumplía las funciones del BCU de hoy– se resistía a alterar la paridad de la moneda respecto al oro, con los argumentos usuales de estabilidad monetaria, reglas de juego, etc. Tuvo que hacerse cargo el Dr. César Charlone –ministro de Hacienda del presidente Gabriel Terra– para sacar a la economía de la espiral deflacionaria en la que la tecnocracia colegiada de la época amenazaba con colocarla. En 1935 el Dr. Charlone instruyó el primer revalúo del oro, el cual sería seguido por un segundo en 1938.
Más cerca en el tiempo –en la década del 70– debemos recordar la nefasta experiencia con la tablita, que terminó con la devaluación del ´82. Cuando recién la economía empezaba a recuperarse de sus efectos, a fines de la década del 80, el tipo de cambio fijo y el atraso cambiario hicieron nuevamente su reaparición. A principios de los 90 acababa de terminar la Guerra Fría y comenzaban a imponerse las directrices del Consenso de Washington. Los hermanos argentinos entraron de cabeza en una etapa inaudita de “relaciones carnales”, y no alcanzando con el cipayismo de corte diplomático, optaron también por su correlato económico, atándose nuevamente al dólar en la tan mentada “convertibilidad”. Como si todos hubieran olvidado a Martínez de Hoz y su tablita. Pero mientras del otro lado de la orilla se celebraba esta carrera hacia el abismo con pizza y champán, en esta margen del Plata seguíamos la política del chimpancé enfrentado al espejo. Los resultados son conocidos y quedaron retratados para siempre en la crisis del 2002, y que no fue solo el resultado de la irresponsabilidad de dos banqueros.
La última instancia de este perverso y fallido experimento la sufrimos durante los gobiernos del Frente Amplio, que lograron la poco envidiable marca de haber dilapidado el mayor shock positivo en los términos de intercambio que haya experimentado nuestro país en su historia. No bastando con ello, lograron endeudarnos a niveles similares a los previos al 2001, dejando a la economía en un estado de postración que solo Dios sabe hacia dónde nos hubiera conducido.
Afortunadamente, en noviembre de 2019 el soberano decidió por un cambio de rumbo. Pero el nuevo gobierno se enfrentó a la pandemia a menos de dos semanas de asumir, y muchos cambios necesarios quedaron para atrás. Ahora sí llegó el momento de implementarlos y dar señales claras de que la proa apunta en la dirección correcta.
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