A principios de este mes se dieron a conocer los resultados de las pruebas PISA en todos los países que se suscriben a tal sistema de evaluación, que tuvo los resultados más bajos de la historia desde que comenzó a implementarse a partir del año 2000.
El batacazo global ha sido enorme, con un descenso medio de los países de la OCDE –la organización integrada por los países ricos que coordina la prueba– de diecisiete puntos en matemáticas, once en lectura, y cuatro en Ciencias; y una caída aún más acusada en la Unión Europea, con bajadas medias de veinte, catorce y seis puntos respectivamente (El País de Madrid, 6-12-23).
La caída general de los resultados fue explicada –puertas adentro en muchos países cuyos resultados no fueron los esperados– por la epidemia de covid-19 que afectó al funcionamiento del sistema educativo, en mayor o menor grado, durante tres cursos.
Pero según el Informe Pisa, los descensos globales en el rendimiento educativo no se deben solo a la pandemia. El estudio no encuentra una relación directa entre la duración de los cierres escolares generales adoptados por los países, sobre todo en la primavera de 2020 –que no abarca otro tipo de perturbaciones educativas generadas por la pandemia– (Ibidem).
Entonces, cabe preguntarse por qué decae globalmente el nivel educativo de los jóvenes en países que han estado a la vanguardia de la educación por décadas, como los países del norte de Europa. Y en ese caso, cabe también la pregunta de por qué desde América Latina seguimos importando filosofemas, sistemas, pedagogías que parecen conformar un paquete cultural destinado al fracaso.
Ambas cuestiones están íntimamente ligadas al tema que nos ocupa: la normalización de la educación como acto político.
El apagón cultural como matriz educativa
A la luz del tiempo, el siglo XX probablemente sea considerado uno de los periodos más traumáticos de la historia. No solo por las dos guerras mundiales y su violento desenlace, sino porque en el siglo pasado comenzó a desarrollarse una guerra ideológica que operó mucho más allá de los campos de batalla y que se acopló a la vida social a través de una política cultural que buscaba hacer iguales a Batman con Aquiles. O sea, buscaba igualar a los grandes tesoros de la cultura occidental con el arte callejero que proliferaba en las calles de Londres o Nueva York, pero no por una revalorización de lo popular per se, sino en procura de un fin político.
En definitiva, a partir de la segunda mitad del siglo pasado en Occidente comienzan a diluirse vertiginosamente las costumbres, las tradiciones no solo ligadas a lo moral, sino también a la apreciación de la belleza, el sentido del gusto, la percepción de equilibrio, y la sensibilidad en referencia al arte y a la naturaleza.
Esta tendencia, no tuvo un desarrollo espontáneo, sino que, por el contrario, estuvo ligada a una planificación que veía en la educación un espacio de lucha política e ideológica.
Recordemos a Antonio Gramsci, por ejemplo, quien en sus Cuadernos de la cárcel expresaba que para transformar a las sociedades en un sentido marxista era indispensable afectar las estructuras culturales y educativas. Porque a su juicio, los intelectuales cumplían un papel determinante en la conformación de las hegemonías y era necesario, en un contexto de batalla ideológica, que los intelectuales de cuño marxista desarticulasen los modos en que se traducía el mundo y se orientaba la cultura.
El error de Gramsci, obviamente, estaba en pensar el mundo en blanco y negro. Ya que, según su escala de valores, ningún intelectual podía ser neutral políticamente hablando, evidenciando desconocer la naturaleza de los verdaderos intelectuales, como Dante Alighieri o Bertrand Russell, por ejemplo, o más cerca en el espacio José Enrique Rodó o Pedro Figari, quienes a pesar de tener una posición política determinada veían en el conocimiento humano, en la cultura, un patrimonio común a la humanidad entera.
Sin embargo, la posición de Gramsci estaba fundada en la experiencia del fracaso del Partido Comunista Italiano contra Mussolini, quien supo hablarle al pueblo italiano un lenguaje comprensible que se sustentaba en la memoria histórica, en las traiciones italianas. De esa forma, Gramsci consideró oportuno el menoscabo de la cultura tradicional en función del desarrollo de una cultura nueva que fuera utilitaria a su ideología política. Porque como bien explica Julieta Lizaola, la teoría política de Gramsci con respecto a la educación se basaba en tres puntos:
1) El papel de la educación en la perspectiva política: el Estado, la hegemonía y la conformación de la nueva hegemonía proletaria.
2) La importancia de la educación en el desarrollo cultural y filosófico de las clases subalternas.
3) El papel de la escuela en relación con las necesidades culturales y políticas de la organización popular.
No tenemos aquí la posibilidad de hacer un estudio pormenorizado de estos tres aspectos y de cómo l se relacionan con lo que está sucediendo desde hace décadas en nuestra educación pública, porque aquí el factor decisivo no solo está en la instrucción ideológica intersubjetiva del cuerpo docente, sino también en la gobernanza de la educación que ha sido responsable de formar a esos docentes.
Podemos decir que gran parte de los cuestionamientos que se han venido haciendo a la pedagogía, a los contenidos que se enseñan, con excusas ditirámbicas como aquella que repite que los jóvenes no pueden aprender por causas sociales, pretendiendo obviar el ejemplo de los jesuitas y de los guaraníes, o el de los campesinos medievales que llegaban en masa a las universidades del siglo XII, parecen formar parte de la filosofía de la praxis de Gramsci, que buscaba inculcar en las masas un objetivo político más que el conocimiento de los clásicos, la disfuncionalidad más que el acceso al conocimiento. Y cualquiera que haya estado en un aula de una institución pública de enseñanza en Uruguay habrá comprobado el lugar que ocupa la política como contenido y punto de vista en el aula, muy a pesar de la muy aclamada laicidad.
Pero lo peor de todo es que, en el siglo XXI, parecen haberse normalizado los postulados de Gramsci en la educación, no solo en Uruguay, sino también en Alemania o en Estados Unidos, en donde algunos profesores universitarios viven con cierto espasmo como la libertad de expresión está severamente condicionada por las modas ideológicas del momento.
En definitiva, los resultados están a la vista, y de esta decadencia generalizada escapan paradójicamente los países asiáticos como Singapur, Taiwán, Japón y Corea del Sur, donde parece que los postulados que abogaban por la degradación cultural no han permeado en la formación docente.
A fin de cuentas, la educación es una de esas áreas en donde se teoriza mucho y se olvida que en las instituciones educativas lo trascendente sucede en la relación entre los alumnos y el profesor. Es allí en donde hay que buscar respuestas. Porque de nada vale cambiar la estructura si en las aulas no se cambia nada. No se trata de cambiar la forma en que se disponen los bancos en el salón de clase o de enseñar estos contenidos y no otros, sino de cambiar la mentalidad con que se asumen los conocimientos y saberes de nuestro acervo occidental, comenzando por el cuerpo docente.
Es obvio que el problema de la educación no tiene una sola respuesta y variarán los diagnósticos según el librito desde el que se juzgue, pero más allá de eso, nos parece oportuno reivindicar lo que expresó Álvaro Fernández Texeira Núñez en su columna de la edición de La Mañana del miércoles pasado, titulada “Humanizar las Humanidades”, en donde expresaba: “El propósito de las Humanidades no era aumentar el conocimiento de sus alumnos, sino humanizarlos: esto es, ayudarlos a crecer tanto en intelecto como en voluntad, a transformar sus vidas, a perfeccionarse en cuanto personas: a disfrutar y amar la sabiduría. A despertar su interés por aprender. Ese es –o debería ser– el fin de la educación. Y sobre todo, de la educación humanística”.
Entonces, si reflexionamos seriamente y por fuera de los determinismos ideológicos, ¿acaso no debería ser esta la finalidad de la educación, la de hacernos más humanos, más cercanos a la belleza, a la justicia, al bien? En el fondo, el tema de la educación no debería ser valorado por su utilidad en un esquema de lucha política. Por eso le correspondería pensar a la ciudadanía en su conjunto y no a una corporación, ni a un grupo determinado de “intelectuales”, la educación que quiere para sus jóvenes, porque allí se sustentan las bases, no del Estado en un sentido abstracto, sino de una buena convivencia.
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