En 1907 el doctor Gabriel Terra, primer ministro de Industrias, Trabajo e Instrucción Pública, inauguraba la Exposición Internacional de Ganadería en Salto, elogiando “la hermosa ciudad próxima a las grandes caídas de agua que, en un día no lejano, distribuirán por doquier energías eléctricas que harán de carbón blanco para todas las industrias”. Le llevaría treinta años lograr que esa visión fuera una realidad.
Tan pronto ingresó al Consejo Nacional de Administración en 1925, convocó a los ministros de Hacienda y Obras Públicas para presentar a todos lo que entendía que era el principal asunto de Estado: la construcción de una represa hidroeléctrica en el río Negro. Una semana más tarde, realiza una exposición pormenorizada de todos los estudios y hallazgos de los últimos quince años, desde los de Sudriers a los de Kalbermatten. De acuerdo con los cálculos más recientes, podía generarse al menos el doble de la energía eléctrica que consumía la República.
Los saltos del Uruguay no parecían viables por el momento. El río Negro presentaba también dos ventajas adicionales. Se podía intervenir en varios puntos, construyendo nuevas represas al compás de nuestro crecimiento poblacional e industrial. A su vez, los embalses contribuirían a un mayor y más económico acceso a los beneficios del riego. Concluía entonces el doctor Terra que “los saltos del Uruguay son la obra del mañana y el río Negro la de hoy”.
La naturaleza deliberante del Consejo Nacional de Administración conducía a que el asunto se mantuviera en carpeta y no avanzara. Cada estudio introducía nuevas alternativas relativas a la ubicación, altura de la caída, extensión del embalse o el potencial de generación. Era una ciencia nueva en la que no se tenía experiencia previa y a eso se sumaba la inclinación natural de todo profesional consultado a introducir algún planteo original. ¿El resultado? Parálisis por análisis.
Reiteradas veces, durante el año 1925 Terra insistió en que los beneficios eran tan significativos en cualquier escenario que era imperioso avanzar y volcar los aprendizajes en proyectos futuros. Recalcaba que la única propuesta concreta, la de la americana Ulen & Company, contenía una cláusula que la eximía de cualquier responsabilidad por los resultados, dado que se basaba en estudios ajenos realizados por ingenieros nacionales. Se debía prever que los oferentes se basaran en estudios propios para ofrecer garantías, estudios que nunca realizarían cien por ciento a riesgo. Era necesario subsidiar dichos costos con una contribución y demostración de compromiso del Estado. Siendo que cada oferente realizaría su propio estudio y propuesta de proyecto con las garantías y costos asociados, sería ese el momento de resolver los dilemas. Finalmente logró que se presentara un proyecto de ley a la Asamblea para autorizar los recursos necesarios y encarar esa tarea con las tres empresas de mayor experiencia a nivel mundial.
El proyecto quedaría encajonado en la Comisión de Obras Públicas por más de dos años. A fin de cuentas, no era más que otro órgano deliberante, pero con reuniones menos frecuentes. El 17 de mayo de 1928, Terra dictó una conferencia ante la Asociación Patriótica del Uruguay en que exteriorizó su desazón por la falta de avances, al tiempo que describió clara y sucintamente los motivos de su ilusión y perseverancia: “Es indiscutiblemente el primer problema de gobierno el desenvolvimiento de la energía hidroeléctrica en un país que, como el nuestro, tiene ansias de progreso y bienestar y no cuenta ni con minas de carbón ni con pozos de petróleo, debiendo pagar el combustible al extranjero desprendiéndose de parte principal de sus riquezas, ¡el veinte por ciento del producto del trabajo nacional!”.
El revuelo causado movió a la acción y en octubre de 1928 finalmente se votó la Ley 8308, aunque no alineada con el proyecto original. Se financiarían más estudios y se creó una comisión (sí, otra) compuesta por representantes de actores idóneos, sin dudas, pero se insistía en que esta concretara el proyecto definitivo. Rescatamos que así surgen los recursos necesarios para contratar en 1929 al ingeniero alemán Adolfo Ludin, uno de los mayores referentes a nivel mundial. Difícilmente podrían las principales empresas del rubro ampararse en el origen dudoso de los insumos en que basaban sus propuestas, ciertamente no la Siemens, que ya había realizado varios proyectos exitosos junto a Ludin.
Una vez en la Presidencia, el doctor Terra quedó por fuera de los asuntos administrativos, de competencia absoluta del Consejo Nacional de Administración. Siguió no pasando nada, hasta llegar el punto de inflexión que liberó su carácter ejecutivo. El 10 de abril de 1933, disolvió la comisión creada en 1928 y la reemplazó por un director de Estudios Hidroeléctricos (ingeniero Víctor Sudriers), acompañado de tres especialistas colaboradores: Eduardo Terra Arocena (geólogo), Bernardo Kayel (ingeniero eléctrico) y Alejandro Rodríguez (ingeniero hidráulico).
Los tiempos siguieron acompasados con el avance de la nueva Constitución. En junio, dos días después de elegir constituyentes, es contratado nuevamente el ingeniero Ludin para realizar un proyecto definitivo. Este es presentado el 28 de enero de 1934 y, a pesar de las muy diligentes y numerosas críticas de la corporación de ingenieros del Uruguay, el 9 de febrero se sanciona la Ley 9257 que coloca el proyecto en la esfera de la UTE y establece las bases para el financiamiento y expropiaciones necesarias.
No por avanzar con ímpetu se omitió hacer las pausas necesarias. En el año 1936 se realizaron tres licitaciones. La primera quedó desierta y en la segunda solamente se presentó el consorcio alemán. No tembló el pulso a la hora de rechazar esa única oferta, siendo que era por demás onerosa para el país. Demostradamente, ya que fue ampliamente superada ocho meses más tarde por el mismo consorcio, ahora ya en situación de competencia. Una constante preocupación de Terra había sido el porcentaje de la inversión que quedaba en el país generando actividad económica. En esta última propuesta no solo era más del cincuenta por ciento, sino que algo menos del veinte por ciento eran libras remitidas al exterior, el remanente se pagaba con carne, cueros, minerales y otros productos del país. Cerrados los mercados, se recurría al trueque. Cinco meses después se iniciaban las obras de la que sería, por entonces, la mayor represa hidroeléctrica de Sudamérica.
Espero no haber agotado al lector, sino más bien haber colaborado al cabal dimensionamiento del esfuerzo hercúleo que implicó este primer gran paso hacia nuestra independencia energética. Si aun así nuestros políticos persisten en ser ingratos con sus cacerías de brujas a quienes fueron mucho más grandes que ellos, siempre se puede reconocer a un ciudadano de consenso que dedicó gran parte de su vida a este y otros emprendimientos en el río Negro (puentes, ferrocarriles, navegabilidad): el ingeniero Víctor Sudriers. Luego, si queremos faltar a la verdad histórica injusta y mezquinamente, pues entonces llamemos a esa represa Doctor Baltasar Brum. Sería injusto hasta con el presidente Brum, gran campeón de la ilustración de nuestros ciudadanos.
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