Las personas que padecen disforia de género a menudo viven un calvario. Y es responsabilidad de la sociedad ayudarlas a mitigar su dolor. El problema es cómo hacerlo para que el apoyo sea eficaz. ¿Se les está ayudando hoy de la forma más adecuada y más conveniente a sus intereses? Tenemos serias dudas…
Previo a la aprobación en Uruguay de la ley 19.684 (Ley integral para personas trans), un grupo de endocrinólogos locales invitó al prestigioso experto estadounidense, Dr. Paul Hruz, a dar unas conferencias en Uruguay sobre la realidad del cambio de sexo. En una de sus conferencias, el Prof. Hruz informó que el “Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales” (también conocido como DSM-5), define la “disforia de género” o “trastorno de identidad de género” como un diagnóstico psiquiátrico que designa a las personas que sienten una discordancia entre su identidad de “género” y su sexo biológico, con el que no se identifican ni sienten como propio”.
En buen romance, el manual de psiquiatría estadounidense considera que la “disforia de género” es un trastorno mental, que debería ser abordado desde la psiquiatría; con o sin tratamiento médico, ya que cuando quienes la padecen son niños, tras una etapa de identificación con el sexo opuesto, suele realinearse la identidad percibida con el sexo biológico.
El Dr. Hruz advertía, sin embargo, que en la actualidad el enfoque tradicional –el tratamiento psiquiátrico de la disforia– se está dejando de lado. Incluso, en algunos países, ese tipo de tratamiento se considera delito. Lo que recomienda el paradigma actual –ideología de género mediante– es satisfacer los sentimientos y deseos de aquellas personas que se identifican con el sexo opuesto al suyo. En otras palabras, seguirles la corriente. Así, la ideología prima sobre la realidad y el relato, está matando al dato. Y no solo al dato…
La semana pasada –el lunes 27 de marzo– la joven trans Audrey Hale, de 28 años, entró a una escuela y mató a tres niños de nueve años y a tres empleados en Nashville, Teneessee. Otras tres masacres ocurrieron en Denver, Colorado Springs y Aberdeen en 2022, 2019 y 2018 a manos de jóvenes trans/no binarios.
Hay quien argumenta que estos tiroteos masivos perpetrados por transexuales en Estados Unidos representan un pequeñísimo porcentaje en un universo de tiroteos masivos protagonizados por heterosexuales. La diferencia radica en que cuando los asesinos son heterosexuales, nadie pone en duda que esas personas padecen severos trastornos mentales; sin embargo, cuando son trans, los colectivos que los nuclean prefieren echarle la culpa a la sociedad.
En efecto, tras la masacre de Nashville, la organización Trans Resistance Network publicó un comunicado en el que afirma que: “muchas personas transgénero lidian con la ansiedad, la depresión, los pensamientos suicidas y el trastorno de estrés postraumático debido al constante redoble del odio anti-trans, la falta de aceptación de los miembros de la familia y ciertas instituciones religiosas”.
Aquí empiezan las preguntas incómodas: ¿Lo único que necesitan los trans para vivir felices es que se apruebe y se acepte su estilo de vida, o falta algo más? ¿Es realmente el odio y el rechazo de los heterosexuales el motivo de la depresión y los trastornos de quienes padecen disforia de género, o el problema es que se están prescribiendo hormonas cuando lo que se requiere es un tratamiento psiquiátrico? Lo que está equivocado en quienes padecen disforia de género, ¿es el cuerpo en el que nacieron o es la percepción de la mente?
Son preguntas que debemos hacernos si queremos brindar una respuesta y una ayuda eficaz a estas personas para que puedan ser felices. Si alguna responsabilidad nos cabe como sociedad es haber mirado para otro lado y haber aceptado pasivamente una ideología que niega la realidad, sin atrevernos a decir que el rey está desnudo: sin atrevernos a hacernos preguntas incómodas, pero necesarias. Preguntas que ni la prensa ni los políticos ni la ciencia deberían soslayar.
Hace tiempo alguien me enseñó que quien es capaz de determinar con exactitud cuál es el problema a solucionar, ya ha resuelto la mitad del problema. En el caso que nos ocupa, da la impresión que la ideología impide identificar el problema real y, en consecuencia, las soluciones que se están dando no parecen ser las más adecuadas, ni para los directamente afectados ni para la sociedad en su conjunto.
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