Cuando los generales quisieron mantener confinada a Isabelita Perón en un monasterio de clausura.
Al amanecer del fatídico día en el que se formalizó el golpe militar en Argentina la obligaron a subir a un helicóptero militar y la llevaron a la Patagonia; después fue el exilio en España, donde todavía vive a la venerable edad de 93 años. El destino la había llevado hasta las más altas esferas del país sudamericano y las circunstancias posteriores la habían precipitado en el drama de la detención, a manos de un grupo de militares que decidieron para ella una vida alejada del poder
Se sabe que la viuda de Perón pasó más de cinco años de reclusión en la residencia presidencial de verano en la Patagonia, frente a un lago de extraordinaria belleza, el Nahuel Huapi, y en una base naval en el sur, bajo la severa mirada de la Junta Militar que en 1976 había asumido el poder, y después terminó su reclusión en una finca en las afueras de Buenos Aires, donde todavía descansan los restos de su marido, el general. Pero lo que no se sabe es que para María Estela Martínez Cartas, más conocida como Isabelita, tercera esposa de Perón, se consideró la posibilidad de una reclusión forzada en un monasterio. Como exiliada, naturalmente, no como monja. Después las cosas no salieron como era de desear y la incómoda esposa de Perón estuvo retenida durante un tiempo en una base de la Armada, no lejos del convento de monjas trapenses con las que hubieran querido que compartiera al menos parte de su exilio, antes del exilio definitivo en España.
Me enteré de este episodio por casualidad, durante la investigación que realicé sobre los comienzos del movimiento de Comunión y Liberación en Argentina y que dio origen al libro Tierra prometida, del que se está preparando una segunda edición ampliada que incluirá también este episodio desconocido. Estaba en el monasterio de la Madre de Cristo –fundado en los años setenta– en la localidad de Hinojo para hablar con unas monjas sobre las dos visitas de don Giussani, allá por 1973 y 1974, verificando con ellas las circunstancias de aquellos momentos que precedieron a los comienzos del movimiento de Comunión y Liberación en la América Latina de habla hispana. Don Giussani había ido hasta allí con el propósito de acompañar hasta en la pampa argentina a aquellas religiosas amigas provenientes del monasterio italiano de Vitorchiano que habían cruzado el océano para fundar la trapa, como se repite cíclicamente en la historia del monaquismo benedictino. Habían partido de Italia en dos grupos para llegar a una tierra sometida a fuertes tensiones en aquel momento por el regreso del general Perón tras 18 años de exilio en España. Las monjas acababan de establecerse en su nuevo destino cuando el sacerdote lombardo cruzó el océano y fue a visitarlas. Fue una estadía corta, el monasterio todavía estaba en construcción y la hospedería donde lo alojaron no estaba terminada. Al año siguiente, 1974, don Giussani volvió una vez más al convento con un grupo de compañeros. Las crónicas de la trapa registran su presencia a fines de agosto de ese año. En este punto de la reconstrucción histórica de la presencia del fundador de Comunión y Liberación en Argentina fue cuando me encontré con esta singular historia sobre la reclusión de Isabelita Perón.
Eran los primeros meses de 1977 cuando dos hombres con sotana se presentaron a las puertas de ese mismo monasterio. Ellos también habían recorrido los 350 kilómetros desde Buenos Aires hasta los campos de Hinojo, una pequeña ciudad de provincias fundada por inmigrantes rusos del Volga a mediados del siglo XIX, a la que no mucho después se uniría una numerosa colonia de italianos. Las monjas dormían en el refectorio y comían en la zona de invitados, la hospedería actual, mientras los obreros circulaban por todas partes con carretillas y hormigoneras. La inflación era muy alta –una situación conocida en la Argentina– y la empresa constructora progresaba con lentitud.
Los dos visitantes solicitaron hablar con la priora, quien accedió a su petición y los hizo pasar al locutorio de la trapa. El más conocido de los dos era el obispo castrense, Adolfo Servando Tortolo; el segundo, con toda probabilidad su secretario. Tortolo había terminado recientemente su mandato como presidente de la Conferencia Episcopal Argentina y en ese momento era el obispo ordinario de las Fuerzas Armadas, una responsabilidad que lo introdujo frecuentemente en el entorno de los hombres de la Junta Militar responsables del golpe de Estado de marzo de 1976. Y, efectivamente, él había sido el mediador a través del cual se había procurado convencer a la señora Martínez de Perón de que dejara el poder un poco antes de que se lo arrebataran. El intento fracasó y la maquinaria golpista siguió su curso. No sabemos si la nueva misión que el obispo había emprendido –desconocida para la historiografía argentina, que ha explorado a lo largo del tiempo casi todos los detalles de la vida de la mujer que estuvo junto a Perón en sus últimos años– fue idea suya o había sido acordada con el almirante Emilio Massera, quien en ese momento era responsable de la viuda de Perón y de la vida de miles de detenidos ilegales recluidos en varios puntos del país.
Lo cierto es que Tortolo presentó el caso de la viuda de Perón recurriendo a la compasión. Describió a la señora como una mujer a la que era preciso mantener alejada del “ojo de la tormenta”, es decir de las diversas causas judiciales en las cuales estaba imputada de malversación de fondos de una fundación benéfica que había presidido. Esa presión de la Justicia angustiaba gravemente a la prisionera, hasta el punto de haberla empujado a un intento de suicidio, que según las fuentes argentinas ocurrió el 14 de junio de 1977. El vicario castrense también aseguró que era una persona muy religiosa, que llevaría una vida apartada y silenciosa en el monasterio.
La reacción que enfrentó Tortolo fue de perplejidad y desconcierto. Se le hizo notar que detrás del locutorio donde se encontraban en ese momento comenzaba la zona de clausura, característica de la trapa benedictina, y que, como tal, no podía entrar allí ninguna persona ajena. La hospedería, la misma donde se había alojado don Giussani, no podía garantizar la reserva que evidentemente resultaba fundamental en esas circunstancias. Y en efecto, el mismo Tórtolo no creía que fuera una buena solución, porque en ese caso la señora no habría estado suficientemente lejos de las miradas de la gente. Sin embargo, se consideraba que la ubicación del monasterio habría permitido mantener la privacidad, y los espacios abiertos que rodeaban la abadía de la Madre de Cristo constituían una garantía de seguridad, una especie de isla que los motociclistas del Ejército que patrullaban los alrededores podrían fácilmente mantener bajo control. En resumen, el futuro de la viuda más ilustre y controvertida de Argentina bien podía transcurrir en la clausura de un apartado convento en el campo.
El prelado insistió en una solución más discreta, una celda en la parte propiamente conventual, asegurando a las monjas que no faltarían los permisos necesarios para que la señora María Estela viviera en la clausura del monasterio. Puso sobre la mesa su autoridad y buenas relaciones con los jefes de las Fuerzas Armadas. Respecto a esto último, baste decir que las investigaciones sobre la Iglesia en los años de la dictadura, que se llevó a cabo por voluntad de la Conferencia Episcopal Argentina (“La verdad los hará libres”), lo sitúan en el grupo conservador del episcopado de la época, “caracterizado por una imagen pública demasiado benévola con respecto a los militares”; obispos que daban prioridad a la “lucha contra el marxismo” y creían en la buena fe de los “militares católicos”. Tortolo –dice en el primero de los tres tomos– afirmaba que no había desaparecidos y que difundir esa idea formaba parte de la guerra psicológica de la subversión. La misma fotografía de portada que llevan los tres volúmenes lo muestra con otros capellanes militares cuando descienden del helicóptero que los llevó a la localidad de Potrero Negro, en la provincia de Tucumán, donde en septiembre de 1975 se llevó a cabo una actuación del Ejército denominada “Operativo Independencia” que desarticuló el ERP, la guerrilla de matriz marxista. En la fotografía, el grupo de religiosos se encuentra junto a la cruz levantada por el Ejército Argentino en memoria de un oficial muerto en un enfrentamiento armado con la guerrilla.
Pero estas consideraciones no convencieron a las benedictinas de la Madre de Cristo. Las monjas pidieron tiempo y adujeron que debían hablar con sus superiores. La cadena de consultas se puso en marcha. Al día siguiente, una delegación del monasterio acudió a la trapa masculina Nuestra Señora de los Ángeles, en la localidad de Pablo Acosta, para hablar con el superior, padre Agustín Roberts, su fundador en 1958, proveniente de la Abadía de Spencer en Estados Unidos. La etapa sucesiva las llevó al obispo local, Manuel Marengo, muy conocido por las religiosas porque en su momento había colaborado en la compra del terreno de 14 hectáreas del monasterio. Se decidió hablar también con el nuncio en Argentina, Pio Laghi. Este, sorprendido por la iniciativa de Tortolo, se declaró decididamente en contra de la idea de alojar a Isabelita en el monasterio femenino. Consideró que el pedido era ni más ni menos que “¡un disparate!”. Y ésa fue la respuesta que se comunicó a monseñor Tortolo.
María Estela Martínez de Perón continuaría su reclusión en la base naval de la Armada en la localidad de Azul, en condiciones no satisfactorias, o al menos eso es lo que se deduce de una carta que intentaría hacer llegar a manos del recientemente elegido papa Juan Pablo II. Los portadores de la carta fueron tres hombres del cosmos peronista llamado Guardia de Hierro que visitaron Roma a fines de 1978: Alejandro Álvarez, Fabio Bellomo y Silvio Papi. Estos llegaron a la capital italiana en el otoño de 1978 procedentes de París, tras un viaje que los llevó primero al vecino Uruguay y luego a Madrid, siguiendo el mismo itinerario del anterior viaje a la corte de Juan Domingo Perón, exiliado en la capital española. Ellos llevan la carta escrita por Isabelita a Juan Pablo II, pero no hemos podido confirmar si los tres guardianes consiguieron efectivamente hacerla llegar a su destino y a través de quién.
Isabelita obtuvo cumplir el arresto domiciliario en un lugar más confortable y en octubre de 1978 fue trasladada a una casa en las afueras de Buenos Aires, en la localidad de San Vicente, construida en un terreno de 18 hectáreas que Perón había comprado en 1943. Allí pasará los últimos años de su reclusión. En julio de 1981 se le redujo la pena y fue puesta en libertad. La última de las numerosas investigaciones sobre la señora de Perón la ubicó en la intimidad de una casa a unos 40 kilómetros de Madrid, Villafranca del Castillo, donde transcurrió en silencio una enfermiza e impenetrable vejez.
*Periodista y escritor
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