La semana pasada, trabajadores de las industrias molinera y aceitera presentaron una acción de amparo ante la justicia. No reclaman ni aumentos de salarios ni mejoras en las condiciones de trabajo. Tampoco denunciaban a sus empleadores, que van desde industrias de envergadura hasta pequeñas cooperativas de trabajadores. Simplemente pretendían defender sus fuentes de trabajo ante un par de decretos que abren la puerta a la competencia subsidiada proveniente de Argentina, un duro golpe a una industria que representa el núcleo básico de nuestra seguridad alimentaria. Este reclamo da expresión al legítimo interés no solo de los trabajadores y empresarios afectados, sino también al de la Nación misma.
Es probable que esta unión entre trabajo y capital resulte algo sorpresiva para aquellos que todavía hoy se movilizan por los carriles del Consenso de Washington, sin siquiera percatarse que existen vías alternativas. En efecto, las más notables experiencias de desarrollo nacional fueron resultado de grandes consensos que permitieron articular el capital y el trabajo. Recordemos, a modo de ejemplo, el caso de la reunificación alemana. Sin un gran acuerdo entre IG Metall, el poderoso gremio metalúrgico, y la industria, hubiera sido mucho más difícil para Alemania Occidental absorber en su economía social de mercado a la población de Alemania Oriental.
Es verdad que ya antes de la pandemia se alzaban en nuestro país voces de preocupación sobre los efectos que las nuevas tecnologías tendrían sobre los niveles de empleo y los salarios. Pero el tiempo pasa y, lejos de intentar suavizar o compensar sus efectos, daría la impresión que el régimen impositivo vigente de alguna forma incentiva la pérdida de empleos. Esto ocurre porque el régimen impositivo penaliza la contratación de trabajadores, desestimulando la formación de empresas intensivas en la contratación de mano de obra. Por otro lado, el régimen de promoción de inversiones favorece con generosas exenciones la incorporación de maquinaria y tecnologías, induciendo una reducción en la demanda de empleo. A esto ahora se agrega que empezamos a toquetear un régimen de protecciones aduanaras que fuera diseñado para proteger a la industria nacional de prácticas anticompetitivas del extranjero.
Esta realidad avanza lo más campante, como Johnny Walker, mientras nos vamos adormeciendo con ideas “novedosas” que caen muy bien en los discursos de Davos o Glasgow, pero que de poco sirven al momento de formular planes concretos de generación de empleo. Podemos pasar todo el día hablando de las nuevas tecnologías, de la economía del conocimiento y de la exportación de software. Pero la cruda realidad nos indica que la gran mayoría de los uruguayos con capacidad de trabajar no tendrá la posibilidad de convertirse en programador para luego vender su servicio a ese mundo globalizado e idílico que supuestamente les abrirá a nuestros jóvenes las puertas de par en par. Este sueño sin dudas se podrá convertir en realidad para una reducida minoría, pero no resolverá el problema de empleo para los sectores más amplios y menos preparados de la población. Nos podrán marear la gata un rato más hablándonos de hidrógeno verde o de finanzas sostenibles, pero tarde o temprano las estadísticas terminarán evidenciando la inexorable realidad. Si queremos adelantar la película unos años, basta observar lo que ocurre en Europa, cuyos ciudadanos regresan apresurados de su viaje por la Isla de la Fantasía.
Ahora bien, ¿será que, a pesar de estar viendo el futuro, vamos a seguir fatalmente por el mismo camino? ¿No valdrá adelantarnos al curso de la historia y tomar acciones correctivas antes de que la sociedad se deteriore a un punto del cual sea difícil retornar? Esto fue precisamente lo que hicieron visionarios como Batlle y Ordoñez, Manini Ríos y Domingo Arena a principios del siglo XX, evitando que nuestro país cayera prisionero de los grandes conflictos sociales que se observaban en Europa. Treinta años después le tocaría al presidente Gabriel Terra, con sus políticas reflacionistas, evitar caer en el caos social y económico que afectaba a gran parte de Occidente. Lo evitó, y nunca se lo perdonarían.
Hoy deberíamos, por ejemplo, estar hablando de cómo el Estado puede fomentar la producción de ovinos en la periferia de las grandes ciudades, como forma de inculcar el trabajo digno y reducir la dependencia del asistencialismo. Lo mismo con el sector de la granja. Con solo una pequeña fracción de los subsidios que se otorgan anualmente a la construcción de grandes superficies, estos sectores podrían realizar avances significativos y generar muchos empleos. Pero lamentablemente, ni las ovejas ni la vida de granja resultan “sexy” para esas seudoelites globalizadas, que consideran la producción familiar de alimentos como parte de ese pasado atávico que es necesario proscribir.
El espejismo que el neoliberalismo pone frente a nuestros ojos pasa por hacernos creer que, con una preparación adecuada, todos potencialmente podremos convertirnos en programadores. No importa si se trata de un extornero que perdió su empleo luego de 20 años de especialidad, o del experiente cilindrero de un molino. La realidad es que el mundo del trabajo no funciona de forma tan sencilla y determinística como prevén los modelos económicos. El shock de las nuevas tecnologías sobre el empleo solo se podrá absorber con una acción directa y contundente del Estado, motivo por el cual resulta imprescindible formular políticas y diseñar incentivos económicos que permitan generar empleos en los segmentos de menor capacitación.
Según Dani Rodrik, Occidente está procesando en la actualidad una transición que lo aleja del neoliberalismo. Considera además que la ausencia de un nuevo “paradigma consolidado” no constituye una mala noticia, ya que lo que menos se necesita durante esta transición es la rigidez dogmática de “otra ortodoxia” prefabricada. Efectivamente, Rodrik ve el surgimiento en Estados Unidos de un nuevo consenso bipartidario en torno a lo que llama “productivismo”, refiriéndose con ello a la difusión de las oportunidades económicas productivas en todas las regiones y en todos los segmentos de la población activa.
Lo absolutamente cierto es que, si no corregimos ese rumbo tapizado de oligopolios, pérdida de empleos de calidad, endeudamiento familiar y centralización burocrática, el principal perjudicado será el empleo. Y sin buenos trabajos para ofrecer a los jóvenes, de a poco el concepto de ciudadanía se irá desdibujando a medida que los uruguayos van quedando prisioneros de bajos ingresos que compensan con deudas usurarias. Ese es el verdadero camino hacia la esclavitud, no la entelequia concebida por el economista austríaco.
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