Todo hacía parecer que en el 2005, con la llegada del primer gobierno progresista, se inauguraría una nueva era de alineamiento con las izquierdas latinoamericanas. No habían pasado ni veinticuatro horas de la ceremonia inaugural, cuando el presidente Vázquez ya había firmado un acuerdo con la Venezuela del presidente Hugo Chávez.
Esos acuerdos iniciales permitieron el desarrollo de varias líneas de exportación, desde millonarias operaciones de software hasta casas que nunca se construyeron. El acuerdo también abrió el camino al desmadre de ANCAP, empresa que ante la complicidad de algunos y la indiferencia de muchos se embarcó en una lunática carrera hacia la quiebra.
Pero ya por entonces iba quedando clara la deriva autoritaria del gobierno caribeño, algo que empezaba a incomodar a una parte de la izquierda que comenzaba a acostumbrarse al confort y los privilegios que se ofrecían en latitudes más septentrionales.
Con el tiempo, esa izquierda caviar -que se había cocinado a lo largo de los años en un caldo antiamericano- comenzó a descubrir un Estados Unidos muy diferente al descripto en los manuales de adoctrinamiento que venía consumiendo durante décadas, enmascarados como “cultura”. Si la izquierda europea se había fortalecido en Europa alimentando el odio entre clases sociales, las sucursales en nuestro continente habían encontrado otra grieta para agrandar, aquella entre Estados Unidos y América Latina.
Este acercamiento inicial fue delineando con el transcurso del tiempo una entente bastante insólita entre una izquierda cada vez mas frívola y determinados grupos de poder económico y político que hacen base en el país norteamericano. Pero a esta izquierda le costó regular ese impulso gravitacional hacia un poder del cual, hasta hace poco, desconfiaban. Bastó una amenaza de unas señoras armadas con sillas de playa en el puente de Fray Bentos-Puerto Unzué para que el presidente Vázquez corriera a pedir ayuda militar norteamericana.
El advenimiento de un presidente que circulaba por el mundo pidiendo perdón por todo lo que había hecho su país –y que hizo sacar el busto a Winston Churchill de su despacho-, abrió una oportunidad de oro a la izquierda caviar para compatibilizar su histórico y cansador credo con aquello que la realidad mostró que lo atraía: el papelito verde con la imagen de Franklin.
Es así que nuestro país fue dando entrada a ideas concebidas por ONG y think-tanks que bajo el pretexto de promover una agenda de derechos, nos introdujeron de lleno en trasnochadas ideas.
El caso más emblemático es el de la legalización de la marihuana, que se impuso pocos años después que el propio presidente Vázquez iniciara una exitosa cruzada contra el tabaco. En el momento esto resultó insólito, pero con el tiempo se fueron conociendo los verdaderos motivos. Existían fuertes intereses mundiales a favor de la legalización de la droga, y Uruguay ofrecía un interesante campo de experimentación. El poder económico de estos grupos es tal que algunos grupos locales tradicionalmente conservadores se convirtieron en el brazo ejecutor de una estrategia diseñada a miles de kilómetros de distancia. Fue allí que los uruguayos empezaron a conocer a George Soros en su faceta de benefactor de “causas progresistas”.
Con el tiempo Soros fue incursionando en apoyos más directos a los medios, los periodistas y las universidades, promoviendo una visión de “sociedad abierta” que perfectamente podría confundirse con anarquía.
Algunos de los beneficiarios de tamaña generosidad se deshacen en defensas de la república, la institucionalidad y la justicia, sin advertir que su mecenas no tiene empacho en decir que se encuentra dispuesto a invertir para ir en contra de aquellos gobernantes o políticos que no resultan de su agrado. ¿Será que basta con sembrar el miedo que en Uruguay se produzca una deriva autoritaria para que Soros escriba un cheque?
Para otro día queda la influencia de Michael Bloomberg, otro magnate de las finanzas que encomendó al presidente Vázquez a etiquetar los alimentos. El resultado es que el Estado se ocupa de advertirnos si fumamos un cigarrillo o comemos dulce de membrillo, pero fomenta por inacción el consumo de marihuana entre los jóvenes.
Lo preocupante es observar con qué facilidad intereses ajenos a los nuestros lograron influir en la política y en los medios uruguayos; y lo poco que se discute sobre los intereses económicos que contribuyen a mantener vivos a los medios. En momentos en que se discute la Ley de Medios, vale la pena reflexionar un poco sobre este pilar fundamental de la democracia.
¿Qué nos garantiza que organizaciones delictivas como ser el Primer Comando de la Capital no estén influyendo indirecta y opacamente sobre los medios? Ningún país ha demostrado estar vacunado contra situaciones de este tipo. Los sucesos de los últimos meses nos obligan a tomar los máximos recaudos que nos aseguren que no se utilizan nuestros medios y periodistas con fines que van en contra de nuestra Nación.
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