Hace poco, en Buenos Aires, una delegación de organismos defensores de los derechos humanos se reunió con el presidente y el vicepresidente de la Conferencia Episcopal Argentina (CEA), obispos Oscar Ojea y Marcelo Colombo. Los activistas estaban preocupados por la visita realizada por siete diputados de La Libertad Avanza (el partido del presidente Milei) a un grupo de militares detenidos en la cárcel de Ezeiza por delitos de lesa humanidad.
Los diputados visitaron a los detenidos –según apunta Infobae– para recibir de ellos “un proyecto de ley para solicitar que la pena sea cumplida en el domicilio y que, aquellos que no hayan tenido sanción y sigan con prisión preventiva, recuperen la libertad”.
Como el mediador entre los detenidos y los diputados fue el padre Javier Olivera Ravasi –gran sembrador de la buena doctrina en las redes sociales–, las organizaciones de DD. HH. pidieron a los obispos su expulsión de la Iglesia católica “por las actividades que viene desarrollando” y “por ser heredero del proyecto de impunidad de los genocidas”.
Por su parte, el vocero de la CEA, Máximo Jurcinovic, publicó en su cuenta en la red social X que “lo expresado y actuado por el sacerdote Javier Olivera Ravasi en relación con la visita de un grupo de diputados a la cárcel de Ezeiza no corresponde ni al pensamiento ni a la actitud de la CEA” y que “se trata de una acción particular y personal del mencionado sacerdote”. Días después, el Obispado de Zarate-Campana decretó la expulsión del P. Javier de esa diócesis, donde residía.
A mí, sinceramente, me cuesta entender dónde está el mal en los actos del Padre Javier…
Los convictos por delitos de lesa humanidad son, ante todo, personas: tienen dignidad humana “infinita”, según consta en la Declaración del Dicasterio para la Doctrina de la Fe “Dignitas infinita – Sobre la dignidad humana”, de abril del corriente. En el número 6, dice citando al papa Francisco: “Hay que respetar en toda situación la dignidad ajena, es porque nosotros no inventamos o suponemos la dignidad de los demás, sino porque hay efectivamente en ellos un valor que supera las cosas materiales y las circunstancias, y que exige que se les trate de otra manera. Que todo ser humano posee una dignidad inalienable es una verdad que responde a la naturaleza humana más allá de cualquier cambio cultural”. Y sigue: “El ser humano tiene la misma dignidad inviolable en cualquier época de la historia y nadie puede sentirse autorizado por las circunstancias a negar esta convicción o a no obrar en consecuencia”. En el número 35 sostiene que “también parece oportuno reiterar la dignidad de las personas encarceladas, que a menudo se ven obligadas a vivir en condiciones indignas, y que la práctica de la tortura atenta contra la dignidad de todo ser humano más allá de todo límite, incluso si alguien es culpable de delitos graves”.
¿Está mal, entonces, que un sacerdote medie para obtener condiciones más dignas para presidiarios de edad avanzada, y que pida la libertad para quienes están en prisión preventiva por hechos ocurridos hace 50 años, aunque se trate de delitos graves?
¿Está mal que a su acción pastoral carcelaria le sume la mediación con miras a la presentación de un proyecto de ley que debe seguir su trámite parlamentario y ser aprobado democráticamente por la mayoría de los legisladores argentinos para entrar en vigor?
¿Qué cabe esperar de un sacerdote? ¿Desprecio por el pecador? ¿O más bien desprecio por el pecado y amor al pecador, sea quien sea?
Jesús, desde la cruz, dijo refiriéndose a sus verdugos: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc., 23, 34). ¿No debemos los cristianos tener la misma actitud y procurar vivir de acuerdo con una lógica de perdón, que implica la obtención de mejores condiciones para quienes están detenidos, o la libertad para quien no ha sido sentenciado? La pregunta clave es: ¿se busca justicia o se busca venganza?
La Iglesia ha repetido en los últimos tiempos que ella es para “todos, todos, todos”. Y si es para todos, es también para los convictos por delitos de lesa humanidad. Obrar de otro modo, equivaldría a aplicar un doble rasero: misericordia para unos, y para otros, el más frío y cruel rigor.
Por último, si bien por distintas razones otros pueden discrepar de las acciones del Padre Javier o de los argumentos vertidos aquí, lo mínimo exigible es el respeto debido a la libertad de quien intentó realizar una obra de misericordia.
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