Vivimos en un país que se dice laico, en una sociedad que se dice tolerante y plural. No obstante, a diario somos testigos de un notorio conflicto entre una forma de pensar “progresista”, y otra a la que algunos tildan de “conservadora”.
El progresismo, abreva en ideologías centenarias como el relativismo, el positivismo o el utilitarismo, y la más “moderna” ideología de género, nacida en los años ´60. Por su parte, la visión denominada “conservadora”, partidaria del realismo filosófico y del derecho natural, en el que se funda nuestra Carta Magna, lleva dos milenios dando fundamento antropológico a Occidente. Esta postura se apoya en las ideas que del hombre y la sociedad se tenía en la antigüedad clásica griega y romana, y en las ideas de igualdad, libertad y amor que trajo el cristianismo.
En este conflicto, ¿qué rol juega el Estado?; ¿debe ser neutral?; ¿qué dice la Constitución de la República al respecto?
El Estado puede y debe ser neutral en cuestiones no relacionadas con su fin propio. Pero para cumplir con su fin propio –regular la convivencia-, debe asumir un modelo antropológico, una forma de ver y entender al hombre y a la sociedad. En Uruguay, los constituyentes decidieron fundar nuestra Carta Magna en el Derecho Natural.
¿Dónde está la sociedad plural, respetuosa de todas las ideas?
Para nuestra Constitución, el hombre es un ser cuyos derechos fundamentales deben ser reconocidos, porque son inherentes a su naturaleza. Al ser propios de la persona, el Estado no los puede otorgar ni derogar. El primero de esos derechos –considerado absoluto- es el derecho a la vida. Los restantes derechos fundamentales, de acuerdo con una sentencia de la Suprema Corte de Justicia, pueden ser limitados: “Corresponde señalar que la Carta reconoce la existencia de variados derechos fundamentales, pero ninguno de ellos -con excepción del derecho a la vida (art. 26)- tiene constitucionalmente carácter absoluto, pudiendo en consecuencia ser limitados por el legislador (…)” (SCJ Nº 525 de 20/12/2000).
Si los derechos fundamentales pueden ser limitados por el legislador, cuánto más los denominados “derechos adquiridos”, como por ejemplo, el mal llamado “derecho al aborto”. Que no surge –como algunos han sostenido- de una “mirada laica”, sino de mirada claramente ideológica, contraria a la letra y al espíritu de la Constitución de la República. Algo similar podría decirse de otras leyes promovidas en el marco de la “agenda de derechos”, que como resulta obvio, no puede ser considerada como algo inamovible.
Esto viene a cuento porque de un tiempo a esta parte, criticar u oponerse total o parcialmente a esta “agenda”, se considera poco menos que un crimen de lesa humanidad. ¿Dónde está la sociedad plural, respetuosa de todas las ideas? ¿Dónde está la tolerancia de nuestro Uruguay democrático?
Es preocupante que a la “agenda de derechos”, se la entienda como un dogma al que nadie puede criticar, so pena de ser linchado mediáticamente por periodistas o medios afines a la “izquierda sorista”. ¿En qué consiste el linchamiento? En la estigmatización del disidente de la hegemónica ideología, con adjetivos que van desde “fundmentalista” e “intolerante”, hasta “antiderechos”. Al disidente se le caricaturiza, se le sataniza, se le presenta como una especie de antítesis de la cultura y la civilización actual… por el horrible pecado de tener ideas distintas que, curiosamente, coinciden con las de los redactores de nuestra Constitución.
Claro, no es extraño que esto suceda en Uruguay, cuando ocurre en otras partes del mundo. Hoenir Sarthou lo expresa con particular acierto en un magnífico artículo publicado por el semanario Voces: “en el mundo, y particularmente en los EEUU, se consolida una fortísima corriente inquisitorial nacida a la sombra de la corrección política identitaria. (…) El nivel de locura al que se ha llegado fue puesto en evidencia hace pocos días por una carta pública” (…) que “denuncia la situación de intolerancia impuesta al medio académico y artístico bajo la apariencia de una progresista reivindicación de políticas identitarias y antidiscriminatorias. (…) El control del pensamiento y de su expresión es uno de los fenómenos característicos de ciertos momentos de los imperios”.
Seamos honestos: ¿qué país queremos? ¿Uno en el que impere la Constitución de la República, o uno en el que imperen ideologías tan dogmáticas como foráneas, impuestas a la fuerza por poderosos magnates de la desinformación?
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