Si uno se deja llevar por la vasta literatura producida por el Frente Amplio durante sus quince años en el gobierno –financiada generosamente con fondos públicos–, es factible incurrir en el error de pensar que los trabajadores y sus familias lograron grados de protección no alcanzados con anterioridad. Sin embargo, la realidad que se observa en el mundo del trabajo difiere considerablemente del relato que se ha intentado imponer con relativo éxito.
Según estimaciones de la consultora Exante, 350.000 uruguayos –o 20% de la población económicamente activa– se encuentran desempleados o tienen insuficiencia de empleo, un aumento de 100.000 personas en una década. Esto no es resultado de la pandemia que solo agravó una tendencia negativa que tiene visos de haberse convertido en estructural.
La única estrategia visible del gobierno anterior para generar empleo fueron los incentivos fiscales a las inversiones. Como muchas cosas, en principio parecía una medida sensata, ofrecer incentivos fiscales a cambio de inversiones generadoras de empleo. Pero con el tiempo esto se fue degradando y en la práctica los beneficiarios terminaron siendo las grandes empresas con su gran poder de negociación. Esto benefició la concentración empresarial, afectando directamente a las pymes y destruyendo empleos por todo el país. Las cifras de empleo serían aún peores si el Estado uruguayo no hubiera aumentado las contrataciones como hizo durante el período frenteamplista.
Es esa misma claudicación fiscal de los últimos años la que no permite hoy al Estado uruguayo apoyar con más firmeza a los trabajadores y las pymes. Para poner las cosas en proporción, conviene paragonar la inversión que el Estado comprometió con UPM con los empleos generados. Si tomamos solamente las inversiones en infraestructuras comprometidas para la construcción de la segunda planta y que estimamos en al menos tres mil millones de dólares, la inversión del Estado ronda los diez millones de dólares por empleo directo generado. Esto sin tener en cuenta el hecho que la planta operará en régimen de zona franca y no pagará prácticamente ningún impuesto en nuestro país. Si se aplicara la misma proporción, el Estado uruguayo debería invertir cien mil millones de dólares para crear 10.000 empleos, cuando hoy necesitaríamos crear al menos 100.000 empleos genuinos, solo para empezar a recuperar el desmadre producido por el Frente Amplio. Esto implicaría invertir casi dos veces el PBI –o tres veces toda la deuda pública– para reducir en menos de 3% el nivel de desempleo y subempleo actual. ¿Podemos llamar a esto justicia fiscal? ¿Existe un sistema más regresivo que este?
Claramente hay algo que funciona muy mal en cómo el Estado calibra estos beneficios, cuyos costos de hecho terminan siendo absorbidos por los trabajadores desempleados que pierden sus ingresos, por los trabajadores que conservan sus trabajos –con los múltiples impuestos al trabajo–, y por las pymes, que en su gran mayoría no acceden a los beneficios fiscales disponibles a sus contrapartes más grandes, y porque no, con vínculos en el poder.
En la medida que no rediseñemos rápidamente el mecanismo de la COMAP, el Estado seguirá haciendo sacrificios fiscales que tienen por efecto crear empleos de corto plazo –como es el caso de la construcción–, pero que no se mantienen en el mediano y largo plazo, no asegurando el retorno al Estado de la inversión fiscal. Esto claramente limitará cada vez más las posibilidades del Estado de hacer frente al problema del desempleo, que conduce primero a la informalidad y más adelante contribuyen a la marginalidad.
Esta discriminación que se hace a favor de las grandes empresas en detrimento de las pymes tiene su correlato en el mercado de préstamos a las familias. Mientras que los bancos compiten para prestar sus fondos a los segmentos socioeconómicos más altos a tasas convenientes, las familias de menos recursos pagan tasas de interés de entre 100% y 150% a las colaterales de esos mismos bancos, legalmente y dentro del marco de supervisión del Banco Central del Uruguay. Con los fondos así obtenidos –incluidos financieramente gracias a la opera magna del astorismo-bergarismo–, estas familias se ven forzadas a pagar precios astronómicos por productos importados que representan aproximadamente el 70% de su canasta de consumo. Precios que resultan de las múltiples regulaciones y barreras que actúan como protección de hecho a virtuales monopolios de importación. ¿Dónde quedó la palabra progresismo?
Sin competencia, el concepto de libre mercado pierde significación. Y es obligación del Estado asegurarse de que exista suficiente competencia, no dejando a las familias a la merced del oligopolio de turno. El Estado debería empezar por cuidarle los ingresos a sus ciudadanos, asegurando una genuina inclusión financiera –a costos razonables– y una oferta de bienes de consumo competitiva. Solo con medidas como estas se produciría de un plumazo un sustancial aumento del salario real que no redundaría en la pérdida de empleo. Debemos empezar a cortar la hemorragia de modo genuino, como hace cualquier país desarrollado que se preocupe verdaderamente por su población. Ese es el verdadero desarrollo. Y si algo nos enseñó la crisis de Chile, es que nunca es demasiado temprano para empezar a trabajar en la dirección correcta.
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