Los lectores de esta columna se habrán preguntado alguna vez hacia dónde va Occidente. ¿Tiene salvación? Las respuestas a esta cuestión pueden ser varias, pero pocas tan certeras como la que dio el filósofo francés Rémi Brague, en una conferencia titulada “Por qué el hombre occidental se odia a sí mismo”. Dicho evento, organizado por el Foro Neos, tuvo lugar en Madrid en noviembre de 2024.
Para Brague, la crisis de Occidente se caracteriza por cinco actitudes que demuestran el odio a sí mismos de los occidentales. En este sentido, afirma que el hombre occidental:
1) casi no procrea, a pesar de verse invadido por inmigrantes que tienen serias dificultades de adaptación a la cultura occidental;
2) parece estar siempre dispuesto a destruir su historia y sus orígenes, de los cuales parece avergonzarse;
3) rechaza, e incluso odia la religión que abrazaron sus ancestros y que es uno de los fundamentos de su civilización;
4) cree que todo es objeto de “deconstrucción” –incluso el mismo hombre–;
5) cree que debido a los perjuicios que ha causado al planeta, debería ser definitivamente exterminado.
Algunos, dice Brague, podrían objetar que la cosa es al revés, puesto que el hombre occidental de hoy, notoriamente individualista, parece amarse demasiado a sí mismo. A esto responde diciendo que “amar algo significa querer que el objeto del amor sea, que exista, que sea lo que es, que siga siendo lo que es”. En cambio, el individuo, que para Brague es lo que queda después que se ha quitado al hombre todo aquello que lo determina desde fuera –los padres, el sexo, el idioma, la cultura, la historia, la religión– no se ama a sí mismo, sino que solo se interesa por sí mismo, solo busca autodeterminarse de un modo radical. En otras palabras, el hombre occidental ama lo que querría ser, pero odia lo que es: querría ser un perro o un mono, y por eso odia ser humano.
Ese odio hacia toda determinación externa al hombre es para Brague una manifestación de envidia. ¿Qué es la envidia? El filósofo francés dice que es uno de los pecados más tristes. Porque hay pecados que nos causan placer y hay pasiones que nos producen indignación. Pero la envidia es un pecado no provocado por nada ni por nadie, es un pecado abstracto y por tanto diabólico.
¿Por qué diabólico? Porque Satán, dice Brague, no es enemigo de Dios, sino del hombre. “Lo que quiere Satán –dice– es que el hombre dude de su propio valor, de la grandeza y nobleza de su destino, de la misericordia de Dios que puede permitirle recuperar su dignidad perdida. Lo hace precisamente por envidia”. Satán quiere que al hombre le vaya mal: que no sea santo, que no llegue al conocimiento de Dios.
La envidia es por tanto una forma de odio, y el odio busca la destrucción de lo que odia: aquello que lo determina desde fuera. La autoenvidia trae consigo el deseo de autodestrucción, que es, para el filósofo francés, la forma más perfecta de la autodeterminación. El proyecto de autodeterminación del hombre por sí mismo trae implícito el deseo de suicidio.
En nuestra opinión, la prueba más palmaria desde deseo autodestructivo del hombre occidental es el suicidio demográfico de Occidente. El hombre occidental se niega a procrear, y así destruye su país y su cultura. O bien, permite que otros los destruyan.
Según la Biblia, el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios. Sin Dios como punto de referencia exterior, dice Brague, el hombre no puede decir “que valga más que una ardilla o un caracol, o pretender que tiene una dignidad superior”.
Por eso entiende que “la raíz última de la envidia de sí mismo se halla en una cosmovisión” que prescinde del “Logos divino del que habla el Prólogo del Evangelio de Juan, y lleva al odio de sí y al deseo de autodestrucción”. Y esto como consecuencia de la “muerte de Dios”.
De ahí la importancia de “recobrar una visión positiva de lo que nos constituye y aceptarlo con gratitud, de recuperar la fe en un amor providente, la fe en la Creación”, que es “fundamento de nuestra existencia”.
Lo positivo de esta crisis –concluye Brague– es que nos ha empujado a “redescubrir la urgencia vital de la fe”. Nos ha enfrentado al dilema de elegir entre la vida y la muerte, y a asumir que como la historia no se desarrolla según un determinismo ciego, somos nosotros, cada uno –y sobre todo los católicos– los que tenemos sobre nuestros hombros la responsabilidad de salvar a la Humanidad de su autodestrucción.
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