Los efectos combinados de la pandemia y la guerra en Ucrania han incorporado al funcionamiento de la economía uruguaya un nuevo conjunto de fuerzas, que se agregan a aquellas históricamente presentes y con las cuales los agentes se encuentran ya familiarizados. Por ende, intentar proyectar la marcha futura de nuestra economía pasa por evaluar la complejidad de la interacción entre estas variadas fuerzas; una tarea para nada fácil.
Estados Unidos entró en recesión y con ello se ralentiza uno de los principales motores de la demanda global. Europa va en la misma dirección. China, nuestro principal comprador de productos agroindustriales, continúa creciendo por ahora, aunque a un ritmo menor.
A esto se agrega que Occidente enfrenta tasas de inflación solo comparables a las experimentadas medio siglo atrás. Han pasado al menos dos generaciones de gobernantes del G-7 sin haberse mínimamente cruzado con la gestión de un fenómeno de este tipo, lo que los convierte en dependientes de las fórmulas teóricas ofrecidas por la academia y los oportunistas, que ven en esto la posibilidad de imponer alguna transformación refundacional.
Este escenario inflacionario y el conflicto en Ucrania han provocado una sustancial alza en el precio de los commodities, lo que ha beneficiado a Uruguay y permitido al sector agropecuario sostener una fuerte recuperación, luego de años de acumular atraso cambiario durante la gestión económica astoribergarista.
El clima también ha jugado su parte. Para el momento en que aparecieron las lluvias el verano pasado, los cultivos de verano ya se acercaban a un punto crítico. Afortunadamente, clima y precios terminaron jugando positivamente, permitiendo al país alcanzar niveles récord de exportación de sus cultivos de verano.
Pero el dinamismo del sector agroindustrial no solo redundó en un significativo aumento en las exportaciones. Luego de años de márgenes acotados, los productores se lanzaron a reemplazar equipamiento agrícola, a invertir en pasturas y sistemas de riego, contribuyendo así a dinamizar la adquisición de bienes durables. De esta manera, el aumento en las exportaciones se vio reflejado en un mayor crecimiento del PBI y mayor recaudación, lo que contribuyó a reducir el déficit fiscal.
La otra cara de la moneda la encontramos en el sector servicios, principalmente en el turismo, aunque también afecta a sectores tan variados como dentistas y ópticas en el litoral, o barracas de construcción en la frontera con Brasil. Más allá de lo que opine el BCU con su “tipo de cambio de fundamentos”, la sobrevaluación de nuestra moneda con respecto a Argentina y Brasil es autoevidente, solo comparable a la existente previo a la devaluación del 2002. No lo ve quien no quiere verlo.
En la medida que esta situación no cambie, sectores relevantes de la economía se enfrentan a una inevitable crisis, con final de cierre. En su mayoría pymes, pequeñas y no sindicalizadas, estas empresas son víctimas todos los días de la etapa destructiva del proceso schumpeteriano, sin ninguna señal a la vista de por dónde ni cuándo amanecerá la fase creativa.
En efecto, la situación argentina representa una amenaza de proporciones quizás nunca antes vista. Sin acceso a financiamiento externo, el país vecino queda obligado a mantener un tipo de cambio real significativamente subvaluado que le permita mantener el nivel de exportaciones y así generar divisas. No mediando algún cambio en su situación política, es probable que la subvaluación del peso argentino se extienda por al menos un par de años más. Esto implica que tendremos que acostumbrarnos a convivir por un tiempo con este shock negativo, lo que seguirá afectando fuertemente al sector de servicios, en particular aquellos del litoral.
Claramente la causa del problema es monetaria y atribuible al país vecino, pero esto de ninguna manera implica que nada podamos hacer para mitigar los efectos de este tsunami succionador de empleos. Ausente la perilla cambiaria, la única disponible es la fiscal.
Si no actuamos con decisión, el problema que aqueja al litoral se desparramará por el territorio nacional como una mancha de petróleo; la única barrera serán los costos de transporte. Este trasiego extraordinario de gente y mercaderías por las fronteras también dificultará considerablemente la labor de las fuerzas de seguridad en el control de actividades ilícitas, justo en un momento en que el poder territorial del Estado es rivalizado por redes criminales transnacionales.
Una respuesta posible sería capitalizar un fondo específico –como ya se hizo con el fondo coronavirus–, con el objetivo de reducir a su mínima expresión la carga fiscal de las empresas y los sectores afectados, ayudándoles a sobrellevar los síntomas y mejorando sus chances de supervivencia. El impacto fiscal sería por única vez y los beneficiarios serían miles de empresas y cientos de miles de uruguayos. Nos animamos a aventurar que los montos necesarios serían significativamente menores que los subsidios que anualmente otorga la COMAP a las grandes superficies para construir el enésimo supermercado.
Algunos considerarán esto como una irresponsabilidad fiscal. Las casandras de siempre contrapondrán que las calificadoras de crédito pueden responder bajándonos la nota. Sin embargo, La Mañana confía que, en la era de las finanzas sostenibles, nuestras autoridades económicas tendrán habilidad suficiente para explicarle a las calificadoras que nuestra Nación no encuentra mejor aplicación para sus recursos que evitar un círculo vicioso de desempleo y depresión. En efecto, fue el mismo Irving Fisher, padre del monetarismo, quien explicó la dinámica perversa entre depresión y la bancarrota generalizada.
Si queremos entrar al mundo de las “finanzas sostenibles”, empecemos por salvaguardar nuestro Norte, no el que marcan las brújulas que regala el oráculo de Davos.
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