Claramente no es sencilla la disyuntiva para el equipo económico, que debió tomar las riendas de la economía con un elevadísimo déficit fiscal y un pesado nivel de deuda. Con estos indicadores, las agencias calificadoras amenazaban con bajarnos la nota, lo que ponía en riesgo la capacidad de nuestro país de acudir a los mercados de bonos para financiar el déficit y renovar los vencimientos.
Resulta lógico y prudente entonces que las primeras medidas de política económica apuntaran a una racionalización del gasto. En efecto, la población esperaba señales firmes del nuevo gobierno para cortar un derroche –con extremos de frivolidad- que se generalizó de a poco dentro del sector público, evidenciando poco respeto por el trabajo de los ciudadanos.
Pero no habían transcurrido dos semanas desde la asunción cuando el gobierno entrante debió declarar la pandemia. Eso cambió el escenario no solo para Uruguay sino para el mundo entero. Países considerados “modelo” hasta entonces por varios popes de la economía -como el caso de Chile y Perú-, reaccionaron rápidamente aumentando el gasto público, lo que llevó rápidamente el déficit fiscal a niveles cercanos al 10% del PBI.
Es verdad que estos países partían de situaciones de deuda mucho más confortables que la uruguaya, lo que les permitió actuar con más agresividad en la expansión del gasto. Pero también es verdad que si la receta para esos países pasaba por una expansión –y así lo avalan desde el FMI hasta la CEPAL-, cabe cuestionarse por qué ante la misma situación Uruguay deba provocar una contracción.
Incluso bastante antes de la pandemia, el propio FMI había admitido que la supuesta causalidad entre las políticas de austeridad y el crecimiento económico era difícil de comprobar, especialmente cuando se analiza un amplio grupo de países –no eligiendo arbitrariamente algunos casos de éxito-.
Una rebaja del gasto en términos nominales es algo muy difícil de implementar, además de ser una forma asimétrica que tiende a reforzar las desigualdades existentes.
Aquellos que tienen contratos a largo plazo con el Estado no se ven mayormente afectados, sobre todo en un país en que tradicionalmente se respetan los contratos. Justamente, son las grandes empresas las que gozan de ese beneficio, en especial cuando son proveedoras en rubros no reemplazables con facilidad -en los cuales no existe mucha competencia- o que prevén onerosas multas en caso de renegociación. A modo de ejemplo, en esta categoría entran todos los PPP, las compras de energía a largo plazo que hace UTE a precios fuera de mercado, o las millonarias compras de software, con sus onerosos contratos de servicio.
Por otro lado, el peso del ajuste recae principalmente en las pymes, que directa o indirectamente dependen del Estado para vender sus productos o servicios. Son estas empresas, las mayores generadoras de empleo, las que están sufriendo gran parte del peso del ajuste. Si bien el gobierno se movió rápidamente para instrumentar créditos blandos que permitieran a estas empresas mantenerse en pie, la deuda se va haciendo impagable a medida que se extiende la pandemia.
En lo que refiere a empleos públicos, la contratación de nuevos funcionarios se ha limitado a una fracción de aquellos que se jubilan. No resulta difícil darse cuenta que esta medida, además de agudizar el problema de desempleo, hace recaer gran parte del peso del ajuste sobre los jóvenes que se incorporan al mercado de trabajo y que con el paso del tiempo ven frustradas sus aspiraciones. El costo para estos jóvenes en términos de productividad futura será permanente, como lo demuestran varios estudios académicos realizados en los países desarrollados. Cuanto antes logremos incorporarlos al mercado de trabajo, menos daño permanente impondremos a la economía y a la sociedad. ¿Estamos dispuestos a arriesgar escenarios como el de Chile, con jóvenes sin esperanza saliendo a la calle en un desenfreno de destrucción? ¿Realmente creemos que dejando de contratar funcionarios hacemos más eficiente y eficaz a la estructura estatal?
De vuelta, es necesario reducir varios rubros de gasto y hay que cortar de raíz con los abusos. Pero debemos ser muy cuidadosos de no caer en la trampa de un ajuste procíclico que ponga a la economía en un espiral recesivo que termine por hacer impagable la deuda pública. No sería la primera vez que Uruguay experimenta con este tipo de políticas. La última vez fue hace 20 años, cuando venía exigida por el FMI y recomendada por algunos expertos locales. Claramente eso fracasó, y todos sabemos cómo terminó la historia, a pesar de que nos empeñamos en recordar más la gesta de la “salida” que los errores de la “entrada”.
No podemos permitir que se sigan destruyendo puestos de trabajo, por lo menos hasta tanto no tener bien claro cómo es que vamos a generar los nuevos empleos. No hay más espacio para especulaciones académicas sobre el cambio tecnológico, o para actos de fe en un mercado que mágicamente nos va a premiar por el ajuste. El problema de la deuda a esta altura es global y sistémico; ningún país del mundo se encuentra exento. Las calificadoras en este contexto deberían pasar a un segundo plano, lo primordial debería ser el empleo. Después de todo, ningún país fue a la guerra porque Fitch le bajara la calificación. Pero los episodios de gran desempleo tienden a producir consecuencias desagradables de las cuales las sociedades tardan décadas en recuperarse.
Evidentemente, la resolución de este problema necesita de amplios consensos, tanto políticos como sociales, por lo que convendría estudiar la posibilidad de instaurar el Consejo de Economía Nacional previsto en toda constitución desde 1934 hasta la fecha.
Lo absolutamente cierto es que no se puede seguir jugando en el tramposo tablero que dejó armada la gestión astorista. Y mucho menos, alimentar los sueños de algún trasnochado de recrear un escenario del tipo que llevó a Macri al fracaso.
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