A diferencia de lo que muchos creen, sobre gustos hay mucho escrito. Sobre gustos arquitectónicos, artísticos, musicales y literarios en particular, y sobre la belleza en general. Incluso, hay bastante escrito sobre la deleznable moda del feísmo…
¿Qué es la belleza? Para Platón, la belleza –el esplendor de lo verdadero– era un signo de un orden distinto y superior, un signo que permitía vislumbrar a Dios. Según santo Tomás de Aquino “se llama bello a aquello cuya sola contemplación agrada” y consiste “en una adecuada proporción, porque el sentido se deleita en las cosas bien proporcionadas”. En este caso, sería el esplendor del orden o la armonía.
Mientras la creencia en Dios fue el fundamento de la civilización occidental, filósofos y artistas entendieron la belleza como una revelación de Dios: a través de la belleza, podemos contemplar lo sagrado. Algo así como lo que ocurrió durante la transfiguración en el Monte Tabor: una experiencia poética, deleitable y asombrosa, que llevó a decir a san Pedro: “Señor, ¡qué bien estamos aquí!” (Mt., 17, 4)”.
¿Por qué la belleza importa? Es lo que se pregunta Roger Scruton, filósofo y escritor inglés, en un magnífico video de la BBC, disponible en internet. Para los grandes artistas y filósofos clásicos, dice Scruton, el objetivo de la poesía, el arte o la música siempre ha sido crear belleza para que otros puedan contemplarla. La belleza es un remedio que –con base firme en la naturaleza humana– ayuda a suavizar la vida, llena de caos y sufrimiento. En este sentido, decimos que la belleza es una necesidad humana, que ayuda a dar sentido a la vida.
Mientras que Platón sostenía que la belleza conduce a Dios, los pensadores de la Ilustración dejaron a Dios de lado y empezaron a ver el arte y la belleza, como una forma de escapar de las rutinas sin sentido y elevarnos a un nivel superior, por encima del nivel animal. El problema es que, como decía Chesterton, cuando se quita lo sobrenatural, lo que queda no es lo natural, sino lo antinatural…
Y lo antinatural finalmente llegó: a principios del siglo XX, la belleza fue sacrificada por algunos artistas en el altar de la originalidad, que pasó a ser lo realmente importante. La consecuencia directa de creer que todo puede ser arte fue creer que cualquiera puede ser artista. El resultado fue la producción de un arte transgresor y feo que, apartado de lo sagrado, es incapaz de elevar al hombre a un plano moral o espiritual más alto.
Hasta ese momento, la habilidad de los verdaderos artistas consistía en mostrar lo real, a la luz del ideal. Obras como La Pietá, de Miguel Ángel, El rapto de Proserpina, de Bernini, o la estatua de Charles de Sainte-Maure, de Mouchy, son ejemplos claros. En los últimos cien años se empezó a entender por arte desde un mingitorio firmado hasta una lata con excremento; desde un montón de ladrillos hasta una banana pegada con cinta a una pared. Esa profanación intencional de la belleza pretende demostrar que el hombre es incapaz de amar. Esa carencia de amor es muy propia de nuestra cultura posmoderna.
Así, el arte que una vez rindió culto a la belleza empezó a darle la espalda y a rendir culto a la fealdad. Esa fealdad llegó a la música, los modales, el lenguaje… Hoy, la elegancia y el buen gusto brillan por su ausencia. Y esa ausencia de belleza que nos impide elevar el alma nos ha dejado, al decir de Scruton, en medio de un desierto espiritual.
“La belleza –dice el filósofo inglés– asediada en dos direcciones: por el culto a la fealdad en las artes, y por el culto a la utilidad en la vida cotidiana”. Cuando no se busca lo feo a propósito, aparece al buscar únicamente lo práctico.
Es evidente que si al construir un edificio se pone en primer lugar la utilidad al poco tiempo queda abandonado: a nadie le gusta vivir o trabajar en lugares feos y sin vida. Ahora bien, si se pone la belleza en primer lugar, se cuidan los detalles –tan bellos como inútiles– el edificio es probable que dure por siempre: la belleza valoriza cualquier obra, más allá de su utilidad. Y esto ocurre porque los hombres, además de necesidades prácticas como comer y dormir, tenemos también necesidades espirituales y morales: “El hombre no vive solamente de pan…” (Mt. 4,4).
Por eso, si queremos restaurar el orden perdido, es necesario recuperar la belleza. En la arquitectura y la música, en la pintura y en la escultura y, sobre todo, ¡en la Sagrada Liturgia!
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