Mañana, viernes 23 de octubre se conmemora en nuestro país el día del periodista tal cual lo oficializó la ley promulgada el 3 de diciembre de 1990. No es una fecha que guarde simetría con el resto de los países de América Latina, pues en cada uno de ellos reivindica un episodio diferente para tutelar esa fecha. En nuestro caso se evoca ese día de 1815 en que el Gral. José Artigas pidió apoyo al Cabildo de Montevideo para la publicación de Prospecto Oriental de Mateo Vidal, calificada por el caudillo como “herramienta fundamental”, oficio en el que también se reclama promover la libertad de prensa en todo el país.
El periodismo no es solo la forma más dinámica de comunicación social, sino también, un arma poderosa que influye en la formación de ideas, de juicios, de opiniones. Se debería tener conciencia que constituye una activa fuerza ideológica que orienta la visión del mundo como parte de la sociedad.
Los periodistas deberíamos traducir el espíritu, el carácter, las tendencias políticas y culturales, el estado progresivo de una nación: porque reflejan las costumbres de una época y exponen todo cuanto excita la curiosidad, todo lo que inflama los ánimos, todo cuanto tiene que ver con las concepciones de estadistas y con los sublimes esfuerzos de los pueblos.
Y lo decimos en condicional, como apelando a un deber ser, que muchas veces es asignatura pendiente de los responsables de los medios, ya sea radiales, televisivos o escritos. Muchas veces olvidan que un medio más que el eco de la calle la calle es el eco de ese medio, como reconoció en su trágico final Quevedo quien con su revista Bohemia por momentos se creyó el “rey del mambo” de la Cuba tropical.
La Prensa debe ser la salvaguarda de nuestra democracia y nuestra libertad
En una época en que las redes sociales -en paralelo al periodismo profesional-, que podrían conformar una alternativa válida y más democrática, sobre todo frente a algunos grandes trust de la información, en muchos casos hacen estragos a través de las “fake news”, noticias falsas que no solo conmocionan a nuestra sociedad, sino que la someten a un desconcierto de proporciones en el plano del pensamiento.
Hoy más que nunca se impone resaltar y homenajear la labor del periodismo bien entendido como tarea imprescindible en defensa de nuestra democracia y a más largo plazo, de nuestra propia libertad.
Manipulaciones de todo tipo que han invadido nuestra intimidad, y que persiguen intereses espurios buscando réditos económicos a veces, pero fundamentalmente políticos en general, solo pueden ser contenidos por una legión de periodistas serios, bien informados, responsables y con un estilo accesible al gran público, al que deben ofrecer el esclarecimiento de las ideas, para que cada quien obre con el mayor conocimiento, la mejor comprensión y con absoluta libertad en la elección de sus gobernantes y del estilo de vida que prefiere para su sociedad.
La Prensa diaria -y ni hablemos de la semanal- dejó de tener como carácter primario el netamente informativo, por la imposibilidad de competir con el radio primero, con la televisión después, y ahora con la instantaneidad de internet. Es imposible para un medio escrito rivalizar en velocidad. Y ha tenido que ir especializándose en aquello en lo que aún conserva ventajas: la opinión meditada, la explicación, el análisis profundo; el comentario que los demás medios no pueden dar. Y en este campo está hoy comprometida La Mañana.
Dobles responsabilidades entonces tienen hoy los periodistas: desenmascarar la falsedad de muchas informaciones que circulan en la sociedad y convertirse en analistas, en observadores, en críticos, educadores y en sanos formadores de opinión que despiertan conciencias a través de la difusión de ideas.
La profesión del periodista es a la vez una milicia y una especie de sacerdocio civil. Y de aceptar este desafío histórico eso merecería el mejor reconocimiento.
Bohemia era un eco de la calle, pero también la calle se hacía eco de lo que publicaba Bohemia
Publicamos algunos fragmentos de la dramática carta que Miguel Ángel Quevedo, redactó previo a su inmolación en Venezuela, 10 años después de instaurado en Cuba el régimen Castrista. Se trata del director de Bohemia, la revista cubana más popular y leída en la Cuba pre-revolucionaria. Tanto Bohemia como su director son parte de la historia de Cuba y por esta razón esta carta pre-suicidio es un documento histórico.
Quevedo, se suicidó solo y repudiado en Caracas el 12 de agosto 1969. Bohemia era leída en todo el continente americano. Contó entre sus principales colaboradores a los más grandes articulistas, ensayistas, escritores y líderes de su época.
Bohemia se convirtió en la principal voz de la oposición al gobierno. Apoyó indiscriminadamente la insurrección y la revolución en contra del régimen de Fulgencio Batista. El 26 de julio de 1958 la revista publicó el manifiesto de Sierra Maestra, un documento cuyo propósito fue la unificación de los grupos contrarios y opositores que combatían el régimen de Batista. El 11 de enero de 1959, la tirada del primer número edición especial de Bohemia después de la revolución fue de un millón de copias vendidas en pocas horas.
Con la llegada de Fidel Castro al poder, la prensa cubana no tardó en sufrir la ofensiva antidemocrática del nuevo caudillo. Periódicos, revistas, canales de televisión y emisoras de radio fueron expropiados o clausurados. Bohemia no fue la excepción.
La carta de despedida que fue dirigida a Ernesto Montaner, cubano residente en Miami, constituye el dramático desahogo de un alma angustiada por haber hecho mal uso de una publicación que tenía como lema “La revista que siempre dice la verdad”.
Carta de Despedida de Miguel Ángel Quevedo: El mea culpa de un periodista arrepentido
Querido Ernesto,
Cuando recibas esta carta ya te habrás enterado por la radio de la noticia de mi muerte. Ya me habré suicidado -¡al fin!- sin que nadie pudiera impedírmelo, como me lo impidieron tú y Agustín Alles el 21 de enero de 1965.
Sé que después de muerto llevarán sobre mi tumba montañas de inculpaciones. Que querrán presentarme como «el único culpable» de la desgracia de Cuba. Y no niego mis errores ni mi culpabilidad; lo que sí niego es que fuera «el único culpable». Culpables fuimos todos, en mayor o menor grado de responsabilidad.
Culpables fuimos todos. Los periodistas que llenaban mi mesa de artículos demoledores, arremetiendo contra todos los gobernantes. Buscadores de aplausos que, por satisfacer el morbo infecundo y brutal de la multitud, por sentirse halagados por la aprobación de la plebe, vestían el odioso uniforme que no se quitaban nunca. No importa quien fuera el presidente. Ni las cosas buenas que estuviese realizando a favor de Cuba. Había que atacarlos, y había que destruirlos. El mismo pueblo que los elegía, pedía a gritos sus cabezas en la plaza pública. El pueblo también fue culpable. El pueblo que quería a Guiteras. El pueblo que quería a Chibás. El pueblo que aplaudía a Pardo Llada. El pueblo que compraba Bohemia, porque Bohemia era vocero de ese pueblo. El pueblo que acompañó a Fidel desde Oriente hasta el campamento de Columbia.
Fidel no es más que el resultado del estallido de la demagogia y de la insensatez. Todos contribuimos a crearlo. Y todos, por resentidos, por demagogos, por estúpidos o por malvados, somos culpables de que llegara al poder…
Fue culpable el Congreso que aprobó la Ley de Amnistía (la cual sacó a Castro de la prisión tras el ataque al Cuartel Moncada). Los comentaristas de radio y televisión que la colmaron de elogios…
Bohemia no era más que un eco de la calle. Aquella calle contaminada por el odio que aplaudió a Bohemia cuando inventó «los veinte mil muertos». Invención diabólica del dipsómano Enriquito de la Osa, que sabía que Bohemia era un eco de la calle, pero que también la calle se hacía eco de lo que publicaba Bohemia.
Fueron culpables los millonarios que llenaron de dinero a Fidel para que derribara al régimen. Los miles de traidores que se vendieron al barbudo criminal. Y los que se ocuparon más del contrabando y del robo que de las acciones de la Sierra Maestra.
Fue culpable Estados Unidos de América, que incautó las armas destinadas a las fuerzas armadas de Cuba en su lucha contra los guerrilleros.
Y fue culpable el State Department, que respaldó la conjura internacional dirigida por los comunistas para adueñarse de Cuba.
Fueron culpables el Gobierno y su oposición, cuando el diálogo cívico, por no ceder y llegar a un acuerdo decoroso, pacífico y patriótico. Los infiltrados por Fidel en aquella gestión para sabotearla y hacerla fracasar como lo hicieron.
Fueron culpables los políticos abstencionistas, que cerraron las puertas a todos los cambios electoralistas. Y los periódicos que, como Bohemia, les hicieron el juego a los abstencionistas, negándose a publicar nada relacionado con aquellas elecciones.
Todos fuimos culpables. Todos. Por acción u omisión. Viejos y jóvenes. Ricos y pobres. Blancos y negros. Honrados y ladrones. Virtuosos y pecadores. Claro, que nos faltaba por aprender la lección increíble y amarga: que los más «virtuosos» y los más «honrados» eran los pobres.
Muero asqueado. Solo. Proscrito. Desterrado. Y traicionado y abandonado por amigos a quienes brindé generosamente mi apoyo moral y económico en días muy difíciles…
Ojalá mi muerte sea fecunda. Y obligue a la meditación. Para que los que puedan aprendan la lección. Y los periódicos y los periodistas no vuelvan a decir jamás lo que las turbas incultas y desenfrenadas quieran que ellos digan. Para que la prensa no sea más un eco de la calle, sino un faro de orientación para esa propia calle. Para que los millonarios no den más sus dineros a quienes después los despojan de todo. Para que los anunciantes no llenen de poderío con sus anuncios a publicaciones tendenciosas, sembradoras de odio y de infamia, capaces de destruir hasta la integridad física y moral de una nación, o de un destierro. Y para que el pueblo recapacite y repudie esos voceros de odio, cuyas frutas hemos visto que no podían ser más amargas.
Fuimos un pueblo cegado por el odio. Y todos éramos víctimas de esa ceguera. Nuestros pecados pesaron más que nuestras virtudes. Nos olvidamos de Núñez de Arce cuando dijo: Cuando un pueblo olvida sus virtudes, lleva en sus propios vicios su tirano.
Adiós. Éste es mi último adiós. Y dile a todos mis compatriotas que yo perdono con los brazos en cruz sobre mi pecho, para que me perdonen todo el mal que he hecho.
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