La cuestión de la productividad se ha instalado en el centro del debate político. Sin productividad no hay ganancias para las empresas y sin expectativa de ganancias y un marco institucional adecuado, no se producirán las inversiones que nos permitirán retomar la senda de crecimiento. Pero, ¿cómo harán las empresas para financiar dichas inversiones? En esta columna repasaremos algunos aspectos estructurales que consideramos relevantes al momento de estudiar la eventual oferta de crédito disponible.
Las empresas se financian reteniendo utilidades (ganancias), emitiendo acciones o colocando deuda. De las tres fuentes, la retención de utilidades es la más saludable ya que permite a las empresas un crecimiento sostenible en el tiempo. Pero con el escaso margen de ganancias del sector productivo en la actualidad, resulta difícil que las empresas logren financiar las inversiones necesarias que las mantenga competitivas. Esto cobra especial relevancia para aquellos sectores que deberán transformarse en anticipación a la entrada en vigencia del acuerdo entre el Mercosur y la Unión Europea.
En muchos países las empresas acuden a las bolsas de valores en busca de capital. A través de estas bolsas, estas emiten acciones que se venden al público en general, permitiéndole a los ciudadanos participar de las ganancias de las empresas y así contribuir al desarrollo de su país. En el pasado este mecanismo fue fundamental para el desarrollo de la industria nacional, pero hoy en día es prácticamente inexistente. Cuando los empresarios no logran financiar el crecimiento de sus empresas, la salida que les queda es venderlas a multinacionales. Como consecuencia casi no quedan empresas nacionales en los rubros principales de la producción. Vale como ejemplo lo que ha ocurrido con la mayor parte de las empresas en la industria frigorífica y arrocera, hoy controlada por grupos brasileños.
Esto deja al financiamiento bancario como la única fuente de financiamiento disponible para financiar el aparato productivo nacional. Por tal motivo nos enfocaremos en algunos aspectos estructurales del sistema financiero local que lo distinguen de aquel que teníamos dos décadas atrás, previo a la crisis bancaria del 2002.
En primer lugar, el número de bancos se redujo a menos de la mitad. Aumentó la concentración y como resultado hay menor competencia en el mercado de créditos y un mayor riesgo para bancos y empresas.
Paradojalmente, una normativa pensada con el objetivo de reducir riesgos en el sistema, al cabo del tiempo resulta en un crédito más escaso, más caro y más concentrado. El gráfico muestra el creciente aumento en la concentración bancaria, donde los principales cinco bancos del sistema controlan casi el noventa por ciento de los activos.
En segundo lugar, el BROU duplicó su participación en el mercado doméstico, llegando a representar aproximadamente la mitad del sistema. Con la mitad del mercado, el BROU se ha convertido en un factor fundamental del mercado de créditos, generando una creciente dependencia del Estado. As así que cualquier cambio en la política de créditos de nuestro banco nacional tiene un impacto cada vez mayor sobre las empresas.
En tercer lugar, la desaparición de la banca privada nacional. La crisis del 2002 tuvo como epicentro a los bancos Comercial y Montevideo, ambos controlados por grupos rioplatenses. La raíz del problema en los dos casos fue una inadecuada exposición a activos en Argentina, que con la crisis perdieron abruptamente su valor y, corrida mediante, precipitaron la caída de los dos bancos. La subsecuente regulación eliminó de hecho la posibilidad que grupos nacionales controlaran bancos, alejando el centro de decisión sobre el crédito nacional. Dado que el crédito a empresas requiere un conocimiento local especializado, los bancos aumentaron de a poco su exposición al crédito al consumo, más atomizado y pasible de ser automatizado.
En cuarto lugar, se redujo la importancia de los negocios con no residentes, un segmento muy rentable que demandaba poco capital. Varios motivos contribuyeron a ello, algunos de los cuales estuvieron fuera del control de las autoridades locales. Lo cierto es que la banca debió sustituir esa fuente de rentabilidad con otras actividades, factor que pareciera también haber contribuido a un aumento en el crédito al consumo, en detrimento del crédito a empresas.
Las restricciones anteriores han llevado a las empresas a buscar alternativas de financiamiento fuera del sistema bancario. Las pocas que pueden cumplir con los requisitos para emitir obligaciones negociables acuden al mercado de valores, como es el caso de Conaprole. El resto, excluido de hecho del sistema financiero, debe sobrevivir buscando fuentes de financiamiento privadas, actividad también cada vez más regulada, lo que empuja peligrosamente a las empresas al financiamiento informal, lo peor que podría ocurrir en términos de sostenibilidad y transparencia.
En resumen, si no se producen mejoras en la rentabilidad del sector productivo en el corto plazo, será fundamental estudiar mecanismos de crédito bancario que eviten seguir perdiendo empresas y empresarios.
Cualquier esquema que implique que las empresas deban cancelar parcial o totalmente sus deudas en esta etapa del ciclo solo contribuirá a ahondar el problema. El desafío es encontrar soluciones estructurales que ofrezcan garantías de transparencia y equidad a deudores, acreedores y la ciudadanía que paga impuestos. De lo contrario seguiremos transitando el camino de las soluciones parciales, el estudio caso por caso en manos de las burocracias, los subsidios cruzados, los seguros de paro indefinidos y otros mecanismos discrecionales que parecían haber quedado atrás con las reformas iniciadas hace unas décadas.
(*) Columnista invitado