Se observará que una incertidumbre cuantificable, o “riesgo” propiamente dicho, como utilizaremos el término, es tan diferente de la incertidumbre no cuantificable que no es en realidad una incertidumbre. En consecuencia, limitaremos el término “incertidumbre” a los casos de tipo no cuantificable. Es esta “verdadera” incertidumbre, y no el riesgo, como se ha argumentado, lo que constituye la base de una teoría válida del beneficio.
Frank H. Knight, en “Riesgo, incertidumbre y beneficio”, 1921
En el contexto de la discusión sobre la ley forestal se viene imponiendo –sobre todo desde ciertos círculos “académicos”– la idea de que sin exoneraciones fiscales es muy difícil atraer inversiones. Como mucho de lo que deriva de la llamada “ciencia económica”, esto es en parte cierto y en parte falso. Es verdad que resulta difícil atraer grandes inversiones en un mundo que compite por ellas, lo que justifica una política de estímulos fiscales. Pero también es verdad que si se exonerara de impuestos a toda actividad empresarial, la recaudación terminaría recayendo sobre los ciudadanos haciendo insostenible al Estado y convirtiéndolo en incapaz de crear bienes públicos. Afganistán.
Aceptando que el Estado tiene capacidad limitada para otorgar beneficios fiscales, nos enfrentamos al problema de cómo asignarlos. ¿Grandes inversiones o pymes? ¿Producción primaria o valor agregado? ¿Construcción de centros comerciales o fábricas? ¿Productos destinados al mercado interno o a la exportación? ¿Forestación o lechería? Todas estas decisiones deberían ser adecuadamente justificadas en términos de rentabilidad social, y las inversiones resultantes fuertemente monitoreadas por un Estado que de hecho se convierte en socio, actuando como agente de la sociedad toda, por cuya cuenta realizó la inversión en esa menor recaudación futura o “gasto fiscal”.
Pero esta intersección de un sistema político, que con sus decisiones puede terminar produciendo bienes privados, genera el problema de la asignación de rentas tan brillantemente descripto por la Prof. Anne Krueger en “La economía política de la sociedad buscadora de rentas”. Como todo problema de asignación de recursos en que no interviene un mercado, se genera una cola. Y cualquiera que haya observado su comportamiento puede intuir los problemas que se pueden generar. De allí la importancia de la transparencia en las decisiones y una adecuada comunicación a la ciudadanía de sus consecuencias fiscales y distributivas.
En el caso concreto de la forestación, no quedan dudas que la ley de 1987 fue beneficiosa. La intención era promover una actividad agropecuaria con peso reducido hasta entonces en la economía, y que, siguiendo la exitosa experiencia del arroz en la década anterior, permitiera continuar diversificando las exportaciones. El Estado clasificó de “prioridad forestal” aquellas tierras menos aptas para las actividades ya existentes. Pero la incertidumbre era considerable, ya que el ciclo forestal es muy largo, y tampoco se sabía cómo se iban a adaptar las variedades de eucaliptus a nuestras condiciones de suelo y clima. Más incierta aún era la comercialización, ya que resultaba muy difícil predecir las condiciones de mercado diez o quince años para adelante. Estos factores justificaron que en la época se otorgaran beneficios fiscales a quienes decidieron arriesgarse a plantar en una situación que puede describirse como de incertidumbre “knightiana”.
Cuando apareció la oportunidad para instalar la primera planta de celulosa, el Estado otorgó también beneficios fiscales a la empresa Botnia, algo que también hacía sentido. Se produciría un cambio de gobierno en nuestro país, y el Frente Amplio, que se había mostrado contrario, podría llegar a revertir la decisión. La Argentina también amenazaba al Uruguay con todo tipo de represalias legales y comerciales. Era racional entonces que el gobierno de la época otorgara exenciones para facilitar la instalación de un emprendimiento que permitiría aumentar el valor agregado en la cadena forestal, produciendo un bien exportable en los mercados mundiales.
Hasta allí se podría decir que las concesiones estaban destinadas a reducir la incertidumbre que afectaba al sector privado y que hubiera resultado en un nivel subóptimo de inversión. Pero la cosa cambió, casi sin que nos diéramos cuenta, a partir de la segunda planta, construida en Conchillas. En primer lugar, el emprendimiento obtuvo un nivel de exenciones fiscales muy superior al concedido a la primera planta, lo que resulta contraintuitivo, ya que gran parte de la incertidumbre original había sido resuelta. Los árboles crecían bien en las tierras de prioridad forestal, la celulosa en el mundo a buenos precios y el conflicto con el país vecino se había diluido. El extraordinario nivel de exenciones concedidos por este segundo emprendimiento hubiera permitido al Estado negociar la instalación de la planta en una zona más cercana a las tierras de prioridad forestal. Sin embargo, se terminó construyendo en Colonia, rodeada de las mejores tierras del país. Naturalmente, la necesidad de la nueva planta de hacerse de materia prima provocó un aumento tal en los arrendamientos que generó un efecto sustitución. De golpe la forestación pasó a ser más rentable que cualquier alternativa, y el sistema de incentivos y limitantes fijados por la ley de 1987 y sucesivas reglamentaciones, empezó a hacer agua.
Claramente este no es el resultado de una innovación empresarial o de la presencia de una situación de incertidumbre que la empresa por sí sola no puede resolver. La renta superior de estas tierras respecto a las alternativas disponibles se explica fundamentalmente por una cadena productiva que con el tiempo logró absorber beneficios fiscales en varios eslabones de su cadena, en clara ventaja respecto al resto de las actividades, agropecuarias y no agropecuarias. Esto estuvo bien al principio, pero ya para el momento de la segunda planta los beneficios fueron claramente excesivos y distorsivos. Pero sin dudas, el clímax de excesos fueron las capitulaciones del gobierno de Vázquez ante los finlandeses –que esta vez se parecían más a plenipotenciarios de un imperio que a empresarios–, imponiendo un régimen decididamente injusto para el empresariado nacional, además de fiscalmente insostenible.
Por todo lo anterior, resulta llamativa la resistencia a estudiar el tema seriamente. Ese es el problema con las rentas. Una vez instaladas, es muy difícil desmontarlas. Y, lo que resulta absolutamente cierto, es que cuando se pone en evidencia la falacia de algunos argumentos económicos, aparece rápidamente al rescate el discurso moralizante de “las reglas de juego”.
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