En el 286 d. C., el emperador Diocleciano dividió administrativamente –y de forma pacífica- al inmenso Imperio romano en dos partes, el cual quedó bajo el control de dos emperadores. El imperio occidental incluía gran parte de la actual Europa occidental y el noroeste de África. La mitad oriental controlaba Europa oriental, y partes de Asia y el noreste de África. Hacia el año 330, el emperador Constantino institucionalizó esa división al trasladar la capital del imperio desde Roma a su nueva ciudad imperial de Constantinopla, fundada en el emplazamiento de la antigua polis griega de Bizancio. Las dos mitades administrativas del otrora enorme imperio continuaron separándose. Pronto surgieron dos versiones cada vez más diferentes, aunque todavía emparentadas, de una romanidad antaño unificada. El imperio occidental acabó hundiéndose en el caos a finales del siglo V d.C. Sin embargo, la mitad oriental sobrevivió durante casi mil años. Pronto se conoció como el Imperio bizantino, hasta que fue aplastado por los turcos otomanos en 1453. Los historiadores aún no se ponen de acuerdo sobre por qué Oriente perduró mientras Occidente se derrumbaba. Y citan diversos factores, como la diferente geografía, los desafíos fronterizos, los problemas tribales y los conflictos internos. Bizancio se mantuvo firme frente a sus antiguos rivales persas, de Oriente Medio y egipcios. Pero Occidente se desintegró en una amalgama tribal de sus propios pueblos precedentes. A diferencia de Occidente, el elemento que mantuvo unido a Oriente durante siglos contra sus enemigos extranjeros fue la reverenciada idea de un helenismo antiguo e intransigente: la preservación de una lengua, una religión, una cultura y una historia griegas comunes y holísticas. En el año 600 d.C., en una época en la que Occidente ya se había fragmentado en tribus y reinos protoeuropeos, la joya de Constantinopla era el centro neurálgico de la civilización más impresionante del mundo, que se extendía desde el este de Asia Menor hasta el sur de Italia.
Actualmente se habla mucho de una nueva división entre los Estados rojos y los azules de Estados Unidos, e incluso se advierte de una nueva guerra civil. Ciertamente, millones de estadounidenses se autoseleccionan anualmente, se desvinculan de sus contrarios políticos y se desplazan en función de sus divergencias ideológicas, culturales, políticas, religiosas o no, y de sus distintas visiones del pasado estadounidense. Los tradicionalistas más conservadores se dirigen al interior entre las costas, donde suele existir un gobierno más pequeño, menos impuestos, más religiosidad y tradicionalistas sin complejos. Estos bizantinos modernos son más propensos a definir su patriotismo honrando las antiguas costumbres y rituales: cantando el himno nacional, asistiendo a los servicios religiosos los domingos, demostrando reverencia por la historia de Estados Unidos y sus héroes, y resaltando el valor de la familia nuclear.
Victor Davis Hanson, profesor de la Universidad de Stanford. En “American Greatness”.
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