“La manzana necesita amor… pero un amor que tenga precio”, reclamó hace un par de semanas Daniel Sauvaitre, presidente de la Asociación Nacional de la Manzana y la Pera, durante una movilización de productores franceses, reclamando por los bajos precios que pagan los supermercados. La reivindicación es reflejo de un problema que aqueja a todos los granjeros occidentales. Sin dominio sobre sus costos o sus precios de venta, mucho menos del clima, estos productores venden bienes perecederos en los mercados, lo que los deja casi a la merced de la gran distribución.
De todos modos, los productores europeos gozan de una mayor protección de parte de sus Estados. La Unión Europea destina anualmente aproximadamente 0.5% del PBI para financiar su Política Agropecuaria Común (PAC), cifra que en nuestro país se traduciría en aproximadamente US$ 300 millones anuales para la producción agropecuaria. A esto se agrega que el marco jurídico de países como España prevé normas que regulan la cadena alimentaria, en particular a través de la imposición de precios mínimos a los productos agrarios. Más específicamente, los contratos deben incluir una cláusula obligatoria que documente el precio pactado entre los productores primarios y su primer comprador, precio que debe cubrir los gastos de producción. Para su cálculo se deben tener en cuenta, entre otros, los costos salariales, el precio de los insumos y las tarifas energéticas. De esta manera los pequeños productores quedan más resguardados ante el cada vez mayor poder de negociación de las grandes cadenas que dominan la distribución. ¿Podremos descartar esto como una política ineficiente, o se tratará de un ejemplo más de cómo el viejo continente privilegia su seguridad alimentaria?
Desafortunadamente, como consecuencia de años de políticas equivocadas, nuestros pequeños productores cuentan con escaso apoyo por parte del Estado uruguayo, lo que explica en gran parte el creciente vaciamiento del territorio rural. En efecto, desde 2016 el emblemático Fondo para el Fomento de la Granja ha quedado prácticamente congelado, pasando de representar aproximadamente US$ 11 millones a US$ 7 en la actualidad. Esta cifra es casi 50 veces menor a la que reciben los productores europeos en relación al PBI y 20 veces menor de los beneficios fiscales que la COMAP otorga, generosa y anualmente, a la gran distribución. Con estas proporciones no debería sorprender que existan cada vez más supermercados y shoppings, mientras existen cada vez menos unidades productivas en el ámbito rural.
Con escaso apoyo estatal, los pequeños productores quedan completamente expuestos a la volatilidad de precios y al poder de mercado de los grandes actores. Dependientes financieramente de proveedores oligopólicos, terminan pagando la urea y otros insumos a precios impensables para las grandes empresas. Por otro lado, cuando las condiciones de mercado benefician a los granjeros con subas en los precios de sus productos, las políticas “antiinflacionarias” promueven la importación de frutas y verduras. De este modo, aquellos productores que garantizan la seguridad alimentaria de la Nación con su trabajo y capital, cargan con todo el riesgo y ven evaporar sus ganancias al ritmo que el MGAP emite los AFIDI, garantizando rentas a favor de importadores que poco arriesgan. Bajo estas condiciones, hay que ser muy valiente para ingresar en el negocio de la granja; mucho mejor es convertirse en importador de productos que se puedan colocar en la góndola de un supermercado. En el proceso, además de liquidar a los productores, también se nos va extinguiendo la “vieja economía” y su geografía de almacenes, despensas, fiambrerías, carnicerías y verdulerías. Esa misma geografía que, paradojalmente, nos place admirar cuando viajamos por Europa…
Las secas periódicas solo vienen a agravar esta situación, ya que sus efectos pegan de forma proporcionalmente mayor a los pequeños productores, relegados en general a trabajar en tierras de menor calidad. Este es el caso hoy día de los pequeños ganaderos, muchos de ellos colonos, que trabajan y viven en los campos de basalto del norte y centro del país. Resulta algo absurdo que mientras algunos en el gobierno central albergan el sueño –financiado por el Estado– de ingresar al selecto club que “rescatará” al mundo del cambio climático, poco tiempo y presupuesto se destine a aquellos que hoy sufren de forma asimétrica sus consecuencias.
Si el Estado no actúa con mayor rapidez, esta tercera seca consecutiva desencadenará inevitablemente una nueva oleada de cierre de unidades productivas, provocando una mayor emigración desde el ámbito rural hacia las principales ciudades y el extranjero. Por más esfuerzos que hagan las autoridades del MGAP y el BROU, se requerirá mucho más que créditos blandos y prórroga de plazos. Todos aquellos incentivos fiscales que podamos redirigir en el presupuesto nacional desde las grandes superficies hacia los pequeños productores tendrá un efecto multiplicador en la producción y nos permitirá ahorrar de múltiples formas; desde una reducción futura en el aparato clientelar del MIDES hasta menores gastos en el Ministerio del Interior, pasando por una mejora genuina en el sistema de seguridad social, teniendo en cuenta que los emigrantes tienden a ser jóvenes hábiles, con voluntad de trabajar, y que aportan al sistema. De lo contrario seguiremos alimentando la economía informal, caldo de cultivo para las redes criminales y sus menús de actividades en expansión. Con el tiempo nos iremos acostumbrando, además de a rezar por las lluvias, a convivir íntimamente con el crimen organizado. De esta manera, esa República tan alardeada por algunos cicerones que circulan por el palacio de las leyes terminará convirtiéndose en un Kimberley del siglo XXI. ¡Un paraíso para los herederos de los Rhodes y los Milner!
Hoy las prórrogas y los créditos frescos del BROU actúan como salvavidas de una situación que para algunos productores llega a la desesperación. Pero si a esta ayuda financiera no se la complementa con transferencias a los productores más afectados, este salvavidas bien podría convertirse en collar de ahorque. Es por ello que, en estos próximos meses, las áreas relevantes del Estado deberán estudiar la forma más eficaz y eficiente de aplicar los limitados recursos fiscales en aquellos eslabones más críticos de la cadena agroalimentaria.
Mientras muchos se hacen los distraídos, La Mañana viene reclamando este tipo de medidas desde que comenzó esta nueva etapa, hace ya más de tres años. En el medio se produjo un cambio de gobierno, asumiendo en el Poder Ejecutivo una coalición republicana que prometió a la ciudadanía mejorar las condiciones de la producción nacional. ¿Tendremos que pedir permiso para efectuar cambios que recaen totalmente dentro de nuestra soberanía? ¿Es posible que en lugar de usufructuar una soberanía genuina seamos parte de un protectorado o señorío? En cuyo, caso, sería bueno conocer la dirección de ese Señor, que muy probablemente represente algún interés multinacional.
Lo absolutamente cierto es que en este esfuerzo no solo nos va la seguridad alimentaria. Nos jugamos nuestra seguridad a secas.
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