“Todo ser vivo nace de un suelo, de una atmósfera, y el genio no se manifiesta como tal, más que en cuanto enlaza estrechamente a su tierra y a sus muertos”, afirmaba un filósofo francés a comienzos del siglo pasado.
El fenómeno de los valores que hoy se consideran perdidos no es entendible sino visualizamos el estrecho vínculo que existe entre esa categoría superadora del alma, y la tierra.
O dicho de otra manera, hay una relación de causa-efecto entre la gente que año a año es compelida a abandonar el terruño, y el derrumbe moral a que asistimos impávidos.
¿A qué se debe ese ininterrumpido flujo de gente de campo que emigra a la periferia de las ciudades -sobre todo a las más grandes- que se ha ido acentuando en los últimos 20 años?
Como sucede con todas las calamidades sociales, más que aportar soluciones, se trata o de enredar el rastro o de obtener réditos políticos. ¡O ambas cosas!
A lo primero que se hecha mano, es a generar la manida confrontación social entre la propia gente de campo: los grandes y los chicos.
Según DIEA (Oficina de Estadísticas Agropecuarias) en las dos primeras décadas de este siglo, se comercializaron 8.6 millones de hectáreas que equivalen al 52% de la superficie -de uso agrario- de nuestro país. También asistimos en los últimos 15 años a la mayor embestida de extranjerización de la tierra. En ese lapso las personas físicas perdieron 2.15 millones de hectáreas a favor de sociedades anónimas.
Esa desmedida superficie, que configura un récord de enajenación en un período corto de tiempo, está lejos de constituir un mero negocio inmobiliario- que sí los hubo- y mucho menos del apoderamiento de la pequeña propiedad rural por parte de grandes terratenientes, como se pretende en los falsos relatos que se difunden en ciertos medios, así también como inundan las aulas y llenan de prejuicios la mente idealista de los jóvenes desde el vamos.
Los que perdieron sus bienes y sus propiedades territoriales, quedando la mayoría de ellos en la calle, en
gran parte fueron productores rurales pequeños, medianos y, algunos sí grandes. Y eso fue en gran parte la consecuencia de políticas económicas equivocadas, que se llevaron adelante con intenciones no muy ingenuas (o aviesas), de perjudicar a unos y favorecer a otros. Fundamentalmente a grandes multinacionales del exterior. El gran golpeado – no importa si es productor pequeño o grande- fue el capital nacional.
Si se hubiera adquirido tierras, (y solo bastaba con sacrificar el inocultable despilfarro de los dineros públicos), para el Instituto Nacional de Colonización, de un 3 a un 4 por ciento de ese cuantioso volumen de hectáreas que se comercializaron en los 15 años de gobierno progresista, hoy los aspirantes a colonos dispondrían de un área adicional de un 50% de la totalidad que el noble Instituto posee, desde su fundación en 1948 hasta nuestros días. Menos deuda pública y más gente afincada en el campo. Eso sí, ¡muchos menos asentamientos!
El decaimiento de la calamidad sanitaria ha provocado dos efectos, uno positivo que es la paulatina liberación de la angustia que venía provocando la pandemia en nuestro pueblo, y otro no tan positivo, que es el corrimiento del velo que disimulaba la adversa realidad que nos circunda.
Días pasados el presidente de ANPL (Asociación Nacional de Productores de Leche) Walter Frisch denunciaba que este año se produjo un cierre de tambo cada cuatro días. «Veo a la gente, al productor familiar muy desestimulado, veo al sector empantanado…», afirmó Frisch. Muchos de estos tamberos son colonos.
Y a esta altura del partido, ya no vale cargar las tintas a los errores de los gobiernos pasados.
Debemos agradecer la sinceridad del senador Sebastián Da Silva, cuando al realizar una ácida crítica al Instituto Nacional de Colonización actual, no sólo como consecuencia del «desastre que hicieron los frentistas a la hora de comprar tierras…”, sino también reconoce, “tenemos que asumir que si no ha funcionado hasta el día de hoy (17 meses de gobierno) es culpa enteramente de nosotros, los que estamos gobernando. Esta debe ser la decimoquinta manifestación de frustración por las cosas que estaban pasando en el Instituto Nacional de Colonización”.
Para no errar el camino y evitar confusiones, tenemos que reivindicar la dimensión vitalista de la tierra natal. La tierra es la madre (Pacha Mama) por la que el hombre siempre debe ser concebido como un producto de esta. Y su trabajo a la vez que dignifica al ser humano le da sentido a la vida.
TE PUEDE INTERESAR