En el anterior artículo de quien suscribe, se mencionó este fenómeno como algo negativo, derivado de situaciones de parejas compuestas por padre y madre que en algún momento deciden separarse. Pero ello no es todo: debido a un engañoso concepto de presunción de culpabilidad, alguno de los progenitores comienza a denunciar al otro en tribunales, acusándolo en general de violencia contra el denunciante. Actualmente, se toman en cuenta distintos tipos de violencia, algunos de los cuales son reales, concretos y comprobables, pero otros carecen de sentido, cobrando así un carácter de ensañamiento contra el acusado.
Es común que hijos niños sean tomados como rehenes, privando a uno de los padres de continuar el contacto por considerarlo culpable de maltrato, incluso muchas veces contra el deseo del propio menor. Se conocen casos extremos en que se llega a señalar al progenitor bajo presunción de culpabilidad de perpetrar abusos sexuales que quizás nunca hayan tenido lugar.
La presunción de culpabilidad es, de hecho, algo enteramente erróneo; en nuestro país, todos somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario, y de ninguna manera al revés. Sin embargo, suele suceder ante tribunales que se da por cierto que el progenitor denunciado es culpable, particularmente los padres, los varones, lo que puede responder a conceptos alejados de la realidad y hasta manipulados por ciertas nuevas ideologías que se dirigen sin miramientos contra la figura paterna y masculina en general. En el ámbito judicial, toda acusación requiere de pruebas que no dejen lugar a dudas sobre el delito que se denuncia, pero a veces esto no es tomado en cuenta con la seriedad que se debería. Y es desde este retorcido paradigma (incluido en los hoy llamados “nuevos paradigmas”) que tiene su origen el síndrome de alienación parental.
Cuando a un niño se le comienza a presentar a una de las figuras parentales como demonizada, ese niño, con total lógica, empezará a rechazarla primero, luego a temerle, después a despreciarla, y finalmente a negarse a tener ningún tipo de contacto con ella. De esta manera el menor es aislado bajo el poder de la parte acusadora; el menor pierde toda su familia del lado de la parte acusada, lo cual significa una pérdida gravísima: un gran fragmento de su vida desaparece. Los vínculos, esas relaciones que a todos nos proporcionan algún tipo de referente y de seguridades, son borrados de su vida de la peor manera. Dicho menor comienza a hacerse cargo a solas de odios, rencores y deseos de venganza; se convierte en un depositario de cuanta cosa negativa exista entre los adultos querellantes.
Queda alienado bajo el poder del denunciante aferrado a la presunción de culpabilidad, lo que significa que su Yo, su personalidad esencial, se empobrece, se debilita, se confunde y deja de ser quien era hasta esos dramáticos momentos de su vida con tal de complacer a quien se le presenta como justiciero. Será muy difícil volver a su Yo original, en el que esta terrible carga no existía; ahora ya no hay más inocencia ni confianza, porque si un progenitor es tan monstruoso, ¿cómo volver a confiar en alguien?
Uno de los primeros síntomas de este síndrome es la hipervigilancia, y aún mucho peor, la paranoia. Es decir, el menor vive a la defensiva, convencido de que muchas otras personas le quieren hacer daño.
Un segundo síntoma son las alteraciones en el sueño y en la alimentación por lo mencionado anteriormente: si se vive en un continuo estado de desasosiego y de ideas persecutorias, ¿acaso es posible gozar de paz?
Un tercer síntoma son las conductas regresivas, como orinarse o expulsar heces sin poderse controlar. Esto significa que la impulsividad y la dificultad para manejar acertadamente conductas perjudiciales están instalándose. A ello se pueden asociar otras conductas disruptivas, es decir, más comportamientos violentos fuera de control sin ninguna explicación lógica para el observador, como crear confrontaciones con pares y con adultos.
Un cuarto síntoma es que el menor se vuelque hacia conductas regresivas de índole oral, como las adicciones, ya sea alcohol, otras sustancias de abuso, pornografía y otras adicciones a las pantallas, reconocidas hoy por la psiquiatría internacional como un auténtico trastorno de conducta, todo en aras de evadir una realidad que lo atormenta.
Un quinto síntoma es la caída de sus rendimientos curriculares, ya que su psiquis está atrapada por ideas intrusivas e incontrolables del drama que le ha sido colocado sobre sus espaldas: cuándo deberá atestiguar contra su progenitor, qué deberá decir, qué le ocurrirá si le falla al progenitor alienante y muchos otros miedos más. Pero, además, esta caída también suele deberse a sentimientos de culpa, porque el niño intuye que algo de la pesadilla que se lo obliga a vivir no es tal como se lo cuentan. Detecta, aunque sea pobremente, que él es una víctima de su supuesto justiciero.
Como sexto síntoma consideraremos al desarrollo de situaciones de gran ansiedad incluyendo ataques de pánico, por ejemplo, de lo cual será acusado de causarlos el progenitor denunciado y no el denunciante.
Cabe preguntarse si un menor puede salir de este lamentable cuadro inducido. Puede, precisamente porque es algo antinatural; él no nació así y la materia esencial de su Yo quizás resulte aún rescatable. Pero no sin un proceso psicoterapéutico y psiquiátrico que devuelvan al niño a su verdadera identidad, es decir, a su auténtica personalidad, liberándolo antes que nada de su situación, quizás de muy larga data, de niño cautivo: él ha sido la principal víctima sin saberlo, ya que la parte alienante jamás consideró a su hijo como su bien mayor.
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