Si algo nos enseñó el triunfo electoral de Donald Trump es que tanto los analistas como las encuestadoras, más allá de su inexorable profesionalismo, no pudieron prever cómo se iba a comportar efectivamente electorado norteamericano. Y evidenció que hay movimientos silenciosos en el sustrato de la ciudadanía que son capaces de inclinar la balanza para uno u otro lado.
Probablemente, el problema de fondo sea una cuestión de relatos que se pretenden imponer como reales, aunque no lo sean, y de algún modo terminan forzando una visión deformada o sesgada de la sociedad que se asume como válida. No hay que olvidar que durante la campaña presidencial de Estados Unidos se trató de diversas formas de presentarle a la ciudadanía un Trump derrotado y sin posibilidades de volver a convertirse en presidente. Sin embargo, como en toda obra narrativa, el relato puede tener su encanto, pero también puede agobiar y al final de cuentas ser inverosímil y aburrir. En definitiva, la postura de los medios de comunicación estadounidenses, sobre todo aquellos afines al Partido Demócrata, frente al fenómeno Donald Trump perjudicó aún más las posibilidades de ganar que tenía Kamala Harris, porque terminó por exacerbar aquellos factores e ideas con los que la ciudadanía tenía mayor disconformidad.
Algo parecido sucedió acá en las elecciones nacionales del 27 de octubre, cuando el relato demasiado triunfalista del Frente Amplio se dio de narices con la realidad. De hecho, hay que admitir que solo Óscar Bottinelli a lo largo de estos últimos años había expresado que los partidos que integran la Coalición Republicana tendrían mayor apoyo de la ciudadanía en términos generales que el Frente Amplio. Pero, según algunos grandes contadores de historias de la política nacional, la victoria del Frente Amplio y con mayorías era algo casi que cantado. Por esa razón, cuando se supieron los datos del escrutinio primario y que el Frente Amplio obtuvo en octubre el 43,9% de los votos emitidos, quedando a más de 90.000 votos de distancia de los partidos de la coalición juntos, que lograron el 47,5% de los votos, las caras antes de euforia de los dirigentes del FA estaban indecisas y parcas.
En efecto, el relato triunfalista y moralista que se quiso imponer en la campaña el Frente Amplio nunca dio los réditos esperados, por varias razones asociadas a un problema de forma, por un lado, y de contenido, por el otro. El problema de forma estuvo ligado a pretender instalar en la opinión pública la idea de un Frente Amplio salvador de la sociedad uruguaya. Un relato por cierto inverosímil cuando uno coteja los números de este gobierno y los niveles de aprobación del presidente Luis Lacalle Pou. Y, en segundo lugar, hubo un problema de contenidos que nunca terminaron de coagular o quedar claros para la ciudadanía. En primer lugar, porque el Pit-Cnt y el Partido Comunista con el plebiscito de la seguridad social terminaron por alarmar a la población, que vio claramente que no podía darle su apoyo incondicional a una fuerza política con semejantes divisiones internas en un tema tan sensible como las jubilaciones y las pensiones.
Pero, además, se percibe cierto cansancio en la agenda cultural del Frente Amplio, que parece haber llegado a su techo definitivo, como la de sus pares europeos y estadounidenses. Porque de si relatos se trata, otro de los signos de la victoria de Donald Trump también aporta un giro en las relaciones internacionales. No solo supone un sacudón para los partidos políticos hegemónicos de la Unión Europea, en especial al Partido Popular Europeo al que pertenecen Úrsula von der Leyen y Emanuel Macron, sino que más aún pone contra las cuerdas a la estrategia económico-política de cuño davosiano que está detrás de algunos relatos como la Agenda 2030 o la necesidad de prolongar la guerra entre Rusia y Ucrania, muy a pesar de los efectos desastrosos que está teniendo, por ejemplo, en Alemania.
En ese sentido, el mensaje de electoral estadounidense fue claro y contundente, y manifiesta una tendencia que cada vez se hace más fuerte a nivel global, relacionada a la defensa de los principios básicos de la vida, como familia, educación y trabajo, que a causa de la nueva agenda woke de derechos y climática vienen quedando postergados. Pero quizás lo más relevante de esta tendencia no es que haya una negación de los derechos conseguidos o una voluntad de restringirlos, sino que la ciudadanía está cansada del lobby de la cancelación y de la consecuente pérdida de libertad de expresión.
Por eso el Frente Amplio se encuentra en una situación doblemente agotada. Porque el relato internacional con el que fecundaba su propia verborragia viene perdiendo cada vez más influencia. No es una pérdida de influencia explícita, sino una pérdida callada que se nota en las urnas. Y sin bien las encuestas dan hoy una ventaja de 3 puntos de Orsi sobre Delgado, estamos frente a un escenario altamente competitivo, en el que una victoria de Delgado no solo es posible, sino que en caso de que suceda no debería sorprender. Porque no es solo Delgado y Ripoll, sino la Coalición Republicana en su conjunto. Justamente, por estar integrada por partidos efectivamente distintos, mantiene en su interior una pluralidad que parece ser, más que necesaria, imprescindible para un electorado que busca equilibrios. Y en esa línea, los aportes de cada uno de los partidos al “Compromiso por el país 2.0” proponen una síntesis clara y concisa de lo que pueden esperar los uruguayos de un nuevo gobierno de coalición. Esto es algo que el Frente Amplio en un año de campaña no ha podido ni sistematizar ni comunicar fehacientemente.
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