La acertada iniciativa de los diputados de Cabildo Abierto en proponer la prohibición del lenguaje inclusivo en la educación y en las comunicaciones oficiales nos inclina para hablar del tema. Sobre todo, ahora, que desde la Udelar se comienza a aceptar su aplicación.
Sin presumir de especialistas en lingüística, filología o gramática evolutiva, queremos dar nuestro parecer a nivel de simple divulgación sobre un tema del que se opina y abunda, sin mayores precisiones.
Comencemos por decir que el lenguaje es un ser viviente, en continua renovación, que por algo también se habla de lenguas muertas.
También tiene un alma; es lo que se llama el genio del idioma.
Como ser vivo que es, el idioma cambia, muta, se modifica; lo que no quiere decir que un grupo de “iluminados” pretenda cambiarlo a su gusto con el fin de que no discrimine y así hacerlo “inclusivo”. Veamos.
En primer lugar, corresponde hacer las precisiones de orden terminológico, pues no es lo mismo idioma que lenguaje, ni lenguaje que dialecto.
El lenguaje es la facultad humana o capacidad de comunicarse, mediante signos o palabras para expresar nuestros pensamientos.
El idioma es el conjunto de signos que integran un sistema con sus propias normas, para expresarse mediante el habla o la escritura.
Acudiendo a lo que disponen las autoridades de la Real Academia Española, “el lenguaje inclusivo es el conjunto de estrategias que tienen por objeto evitar el uso genérico del masculino gramatical, mecanismo firmemente asentado en la lengua y que no supone discriminación sexista alguna”. Como vemos, la RAE no comulga con el feminismo y el colectivo LGTB que comenzaron a usar la letra “e” para incluir a todos los géneros dentro del lenguaje, que así sería un lenguaje no sexista, de género neutro e inclusivo, que no supone discriminación alguna.
En cambio, la RAE dice que “los principales retos del español para una comunicación inclusiva en cuanto al género, son: a) la confusión entre género gramatical, género sociocultural y sexo biológico; b) el nivel de desconocimiento de los recursos que ofrece la propia lengua para hacer uso inclusivo dentro de la norma y c) las asociaciones peyorativas que han heredado del sexismo sexual, algunos equivalentes femeninos”.
El genio del idioma
Como hemos dicho, el idioma cambia y se renueva, pero esos cambios no se le imponen desde arriba, violentando el espíritu de aquellas reglas intangibles sobre las cuales se ha formado el mismo y es el que toma las decisiones de permitir o no los cambios. Son los criterios generales de la lengua que es realmente gobernada por todos los seres que la hablan en comunidad y admiten los cambios (palabras extranjeras sin equivalente, palabras en desuso, arcaísmos, etc.), pero sin forzar su ritmo. Las decisiones de ese genio son sabias y acertadas para enriquecer la capacidad de expresarnos. Parecería que el lento caminar de ese genio de la lengua –en época de los ordenadores y nuevos aparatos– pierde la carrera, pero no es así. Los cambios los va introduciendo la gente, poco a poco y sin vulnerar el conjunto de reglas no escritas pero vigentes, que rigen sus coordenadas y ordenan su evolución.
Es de observarse que el lenguaje inclusivo, producto de minorías, no se aviene con esos criterios y resulta paradojal que, en cambio, las clases menos cultivadas tienen una gran intuición de la lengua que hablan y de la necesidad de sus cambios, que realizan sin anunciarlos.
Primero fue el verbo
El hombre es el animal que habla; es una definición decisiva. Podrá recordar Bergson la definición que el hombre es el animal que ríe, pero la risa es también un lenguaje que expresa y transmite.
El tema, apasionante e inescrutable, nos lleva a los orígenes de la religión y a las profundidades de la filosofía.
Dice George Gusdorf que en todas partes de la teología cristiana se afirma el primado del verbo divino, la significación divina del lenguaje: es la palabra de Dios que crea las cosas, Dios dice y las cosas son, porque el verbo es en sí mismo creador. La historia santa se presenta como una serie de desobediencias en cadena, en la que se multiplica sin cesar la transgresión original. El episodio bíblico de la Torre de Babel simboliza la decadencia de estos pueblos, olvidados de la enseñanza de la palabra divina. “Toda la tierra tenía una sola lengua y los mismos vocablos”, dice el Genesis, pero Dios para castigar el orgullo de los hombres, que fútilmente querían alcanzar el cielo, hizo fracasar el proyecto y produjo la confusión de las lenguas. La lengua unitaria de la creación cedió el lugar a la diversidad de las lenguas del pecado.
Desde entonces, los que sueñan, cristianos o no, con la reconciliación en la Tierra, dice Gusdorf, buscan en vano el secreto del esperanto o de una lengua universal.
La palabra y los filósofos
Comenzando, como corresponde, por Platón, en unos de sus primeros y más importantes diálogos (“Cratilo”) pone como punto de partida de la reflexión filosófica la rectitud del vocablo. La filología es así el comienzo de la filosofía. La doctrina platónica de las ideas liga el mundo de los vocablos al mundo real de las formas trascendentes. Aristóteles reemplazará las ideas de Platón por las esencias conceptuales a las que el hombre tiene acceso directo por la intuición, que le dará la certeza inmediata de la verdad de un juicio.
Posteriormente, las necesidades de la vida espiritual traen con la Reforma de Lutero su traducción de la Biblia al alemán y así logran los fieles leer los textos sagrados en su propio idioma. Lo mismo ocurre con la Biblia anglicana.
Descartes, luego, filósofo y matemático, hizo el aporte de su reforma cartesiana, procurando dar un método y un lenguaje riguroso a la filosofía como instrumento seguro y apto, que también servirá para la ciencia.
Finaliza diciendo Gusdorf –a quien como resulta obvio hemos seguido en este desarrollo- que la discordancia de los idiomas perpetúa sobre la humanidad la maldición de Babel. El sentido de la palabra humana sigue sin resolverse: el lenguaje humano no es obra de un Dios creador ni tampoco es la obra artificial del intelecto de los filósofos.
Hasta el presente continúa la investigación filosófica sobre si la palabra es la mera designación o es la creación del objeto, y la obra del francés Jacques Derrida y su deconstructivismo es el ejemplo más claro.
Conclusiones
En consideración a lo que llevamos expuesto, estimamos:
1º.) El origen del lenguaje inclusivo se remonta unas décadas atrás, por parte de la iniciativa de colectivos feministas minoritarios, a los que luego se plegaron sexistas como LGTB, alegando una discriminación idiomática inexistente e ideologizando el reclamo;
2º.) El fundamento parte de una evidente confusión del sexo gramatical con la sexualidad sociocultural o de conceptualización puramente sexista, que para la RAE no encierra otra cosa que la ignorancia del idioma y en consecuencia la rechaza por innecesaria; por su parte alguno de sus miembros ha manifestado que para nada inquieta esta deformación del lenguaje destinada a desaparecer muy pronto;
3º.) Su aplicación o uso afecta la morfología del idioma español al que le quita belleza y eufonía, violentando sus normas y reglas para imponer feos vocablos como “todes, amigues, cuerpas, miembras, etc.”, por lo que nada positivo aporta, siendo desechables sus innovaciones que en forma inevitable se tutean con el ridículo. El ejemplo más próximo es en la República Argentina donde solo un 8% de la gente lo acepta.
Causa escalofríos escuchar cómo importantes personajes destratan el idioma en la Argentina empleando neologismos de pésimo gusto, en el mismo país donde Borges acariciaba el español, desplegando toda su inmensa sabiduría en el estilo más depurado, conciso y elegante que concebir se pueda.
Nuestra opinión, que es de obvio y categórico rechazo, la fundamos diciendo además que para violentar un idioma se necesita la genialidad de James Joyce con el inglés en su “Ulysses”; la de Ferdinand Céline en el francés con su “Viaje al fin de la noche” o la de Joao Guimaraes Rosa con el portugués en su “Gran Sertao-Veredas”.
Una minoría, para esa enorme empresa no sirve.
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