Dejando asentado que quien escribe niega la existencia de un “derecho subjetivo a morir” (como, en definitiva, sin decirlo así, lo estatuye el proyecto de Ley de Eutanasia tratado en estos días por el Parlamento), es dable señalar una grave deficiencia legal que debería poner en alerta incluso a quienes son filosóficamente favorables a la instauración de la eutanasia en Uruguay.
Tal y como ha sido formulado, el proyecto ignora toda posibilidad de contralor judicial previo sobre la manifestación de voluntad del paciente destinado a la eutanasia, persona que,en la mayoría de los casos, si no en todos, estará en situación física y anímica disminuida y harto influenciable. De esa forma, se plasma una omisión que, además de menguar gravemente las garantías del procedimiento (seguridades necesarias en defensa de los pacientes, sus familias y la sociedad en su globalidad), viene a suprimir toda posibilidad de defensa de la legalidad por parte del Poder Judicial. Potestad tutelar que este último ya ostenta en áreas análogas, como, por ejemplo, el examen de incapacidad o el contralor testamentario cuando corresponde. Lo que demuestra la importancia que nuestro ordenamiento jurídico le da al cuidado legal de las personas en situación de vulnerabilidad (como naturalmente lo es el enfermo terminal).
Desde luego, cabe discutir si un Magistrado está en situación ontológica y jurídica de homologar la administración de la muerte (personalmente considero que no). Pero sí creo que no caben dudas de que efectivamente lo está, en todo caso, para –al menos acotadamente– revisar la corrección legal de una determinada expresión de voluntad (y la del marco procedimental en al que se produce). Como acabo de reseñarlo, ya lo hace en la órbita del juicio de insania, entrevistando personalmente al indicado como eventual incapaz (con ayuda médico-psiquiátrica independiente, y participación de familiares). Empero, en el citado proyecto la emisión de la voluntad del paciente queda encerrada en el ámbito médico, exclusiva y hasta excluyentemente (art. 4 lits. B, C y D). Y no solo eso. Así como la voluntad del paciente carece de apreciación legal independiente, tampoco el accionar de los médicos es neutralmente supervisado.
En el procedimiento diseñado por la ley, los médicos se controlan a sí mismos. Nadie más examina, antes de la muerte del paciente, si por ejemplo los titulados carecen de interés en el proceso; si efectivamente le brindaron la debida información; si le fueron ofrecidas alternativas paliativas; si los testigos fueron correctamente escogidos; si para el caso de que actúe más de un facultativo estos no tienen indebidas relaciones entre sí; etcétera. Es más, el texto a votarse no establece ninguna prevención tendiente a evitar eventuales injerencias impropias, o aún ilícitas, de la institución prestadora de servicios médicos (en la que los profesionales actuarán en línea de subordinación). Fallas todas estas que no parecen compatibles con nuestro ordenamiento legal. Ni tan siquiera justas para los profesionales participantes, a los que se les carga con una muy seria responsabilidad. De hecho, pueden muy bien quedar en medio de un posible conflicto de intereses, entre las empresas de salud –en definitiva, empleadoras o superiores jerárquicos de los médicos individualmente considerados– y el paciente que pueda causar elevados gastos en cuidados. Como se ve, en estas condiciones el proyecto también agravia hasta a los propios médicos, colocándolos en una posición decisoria incontrastable, que no es naturalmente la suya (y que de seguro no desean). En la que además, y en solitario, pueden ser objeto de presiones. Por parte de particulares interesados, empresas y hasta empleadores. Quedando enrarecida su atmósfera de trabajo, por la más que probable difusión de lo que podríamos llamar “mentalidad eutanásica”. Esto es, la normalización de la idea de que la vida de los más pobres y débiles es sacrificable. Lo que implicaría un cambio de valores no ya tan solo contrario a nuestra Carta Magna, sino la justificación de una tendencia social hacia la plasmación de un supuesto –aunque en puridad inexistente– “derecho a la muerte” por la vía de permitir la destrucción de una vida que se juzga en definitiva sin valor. En resumen, entonces, el proyecto adolece de dos grandes flaquezas (lisa y llanamente errores, a criterio del firmante), pues considera como renunciable un derecho que no lo es: el derecho a la vida (inherente a la persona humana). Consagrando una clara discriminación entre personas dignas de continuar viviendo y otras que no lo serían. Pero además instaura una mecánica procedimental nada transparente. Sin garantías. Ni para el enfermo, ni para los médicos actuantes. No debe manipularse de esta forma el derecho a la vida. Y tampoco parece en modo algún conveniente seguir recortando facultades de contralor social de juridicidad a los jueces. Ni tampoco imponerles a los médicos el rol de “jueces con túnica”.
Alejandro Recarey Mastrángelo, Juez letrado en lo Civil de la capital, de 9º turno.
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