Los principales inconvenientes de la sociedad económica en que vivimos son su incapacidad para procurar la ocupación plena y su arbitraria y desigual distribución de la riqueza y los ingresos. Es evidente el nexo de la teoría anteriormente expuesta con lo primero; pero también es importante para lo segundo en dos aspectos.
Desde fines del siglo XIX se ha logrado considerable progreso en la eliminación de las grandes diferencias de riqueza y de ingresos por medio de la imposición directa —impuesto sobre los ingresos e impuestos sobre herencias—, especialmente en la Gran Bretaña. Muchos desearían llevar este proceso mucho más lejos, pero se lo impiden dos reflexiones: el temor de hacer de la evasión hábil un negocio demasiado atractivo y también de disminuir indebidamente el incentivo de correr riesgos; pero, principalmente, en mi opinión, por la creencia de que el crecimiento del capital depende del vigor de las razones que impulsan al ahorro individual y que una gran producción de ese crecimiento depende de los ahorros que hagan los ricos de lo que les sobra. Nuestro razonamiento no afecta la primera de estas reflexiones; pero puede modificar considerablemente la actitud que asumamos hacia la segunda, pues ya hemos visto que, mientras se mantenga la ocupación plena, el crecimiento del capital no depende en absoluto de la escasa propensión a consumir, sino que, por el contrario, ésta lo estorba, y sólo en condiciones de ocupación plena, una pequeña propensión a consumir puede llevar al aumento del capital. Además, la experiencia sugiere que, en las condiciones existentes, el ahorro por medio de instituciones y de fondos de reserva es más que adecuado, y que las medidas tendientes a redistribuir los ingresos de una forma que tenga probabilidades de elevar la propensión a consumir pueden ser positivamente favorables al crecimiento del capital.
Las consecuencias de la teoría expuesta son moderadamente con servadoras en otros respectos, pues si bien indica la importancia vital de establecer ciertos controles centrales en asuntos que actualmente se dejan casi por completo en manos de la iniciativa privada, hay muchos campos de actividad a los que no afecta. El Estado tendrá que ejercer una influencia orientadora sobre la propensión a consumir, a través de su sistema de impuestos, fijando la tasa de interés y, quizá, por otros medios. Por otra parte, parece improbable que la influencia de la política bancada sobre la tasa de interés sea suficiente por sí misma para determinar otra de inversión óptima. Creo, por tanto, que una socialización bastante completa de las inversiones será el único medio de aproximarse a la ocupación plena; aunque esto no necesita excluir cualquier forma, transacción o medio por los cuales la autoridad pública coopere con la iniciativa privada. Pero fuera de esto, no se aboga francamente por un sistema de socialismo de Estado que abarque la mayor parte de la vida económica de la comunidad. No es la propiedad de los medios de producción la que conviene al Estado asumir. Si éste es capaz de determinar el monto global de los recursos destinados a aumentar esos medios y la tasa básica de remuneración de quienes los poseen, habrá realizado todo lo que le corresponde. Además, las medidas indispensables de socialización pueden introducirse gradualmente sin necesidad de romper con las tradiciones generales de la sociedad.
Nuestra crítica de la teoría económica clásica aceptada no ha consistido tanto en buscar los defectos lógicos de su análisis, como en señalar que los supuestos tácticos en que se basa se satisfacen rara vez o nunca, con la consecuencia de que no puede resolver los problemas económicos del mundo real. Pero si nuestros controles centrales logran establecer un volumen global de producción correspondiente a la ocupación plena tan aproximadamente como sea posible, la teoría clásica vuelve a cobrar fuerza de aquí en adelante. Si damos por sentado el volumen de la producción, es decir, que está determinado por fuerzas exteriores al esquema clásico de pensamiento, no hay objeción que oponer contra su análisis de la manera en que el interés personal determinará lo que se produce, en qué proporciones se combinarán los factores de la producción con tal fin y cómo se distribuirá entre ellos el valor del producto final.
Insistimos en que, si nos hemos ocupado del problema de la frugalidad de una manera diferente, no hay objeción que oponer a la teoría clásica moderna por lo que respecta al grado de conciliación entre las ventajas públicas y privadas, en condiciones de competencia perfecta e imperfecta, respectivamente. De este modo, fuera de la necesidad de controles centrales para lograr el ajuste entre la propensión a consumir y el aliciente para invertir no hay más razón para socializar la vida económica que la que existía antes. De una manera, concreta, no vea razón para suponer que el sistema existente emplee mal los factores de producción que se utilizan. Por supuesto que hay errores de previsión; pero éstos no podrían evitarse centralizando las decisiones. Cuando de 10 millones de hombres deseosos de trabajar y hábiles para el caso están empleados 9 millones, no existe nada que permita a que el trabajo de estos 9 millones esté mal empleado. La queja en contra del sistema presente no consiste en que estos 9 millones deberían estar empleados en tareas diversas, sino en que las plazas debieran ser suficientes para el millón restante de hombres. En lo que ha fallado el sistema actual ha sido en determinar el volumen del empleo efectivo y no su dirección.
John Maynard Keynes (Cambridge, 1883) fue uno de los economistas más relevantes de la historia y es considerado el más importante del siglo XX. Su teoría económica postulaba que el Estado debe intervenir en la economía para mantener el equilibrio y revertir los ciclos de crisis. Defendía que el mercado no se regulaba de forma natural, por lo que los Gobiernos debían minimizar sus fluctuaciones económicas.
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