No debe haber otro tipo de propiedad que haya dado para tanta tinta, como la tierra. Particularmente por estas latitudes -y también en otras coordenadas- la tierra adquiere dos valores, el económico y el cultural. Del primero se ha escrito mucho… del segundo poco. Es que la tierra por sí sola no tiene valor, el valor es lo que hagamos con ella. Y aquí viene el real problema: qué hacemos, qué podemos hacer, qué nos dejan hacer, qué conviene hacer, qué es bueno para el bien común hacer.
El trabajo de la tierra desde lo agrícola o ganadero genera costumbres y estilos de vida que van formando una cultura que la trajeron nuestros ancestros y la fuimos absorbiendo nosotros. Cuando esa cultura comienza a estar en contradicción con alguna ideología -hay varias- el centro del tema pasa estrictamente a lo económico. Así podemos mencionar dos contextos que nos tocan bien de cerca cuando tomamos la tierra como elemento cultural. En primer lugar la explotación misionera de la pradera y los ganados mediante un régimen de propiedad y trabajos comunales llamado “tupâmbaé” (Dios-dueño), bajo la responsabilidad de los Cabildos. Mientras el “avamba’e” (propiedad individual) permitía al jefe de familia explotar su chacra. Así tanto guaraníes como Jesuitas desarrollaron un estilo de vida denominado “civilización solidaria”. Esta demás en esta nota explicar lo que dejó esa civilización en suelo oriental.
El otro acontecimiento donde la tierra adquiere un valor más allá de lo económico es el Reglamento de Tierras de 1815, donde Artigas desde su Purificación le da a la tierra un verdadero valor social y de justicia, base de su pensamiento, convirtiéndose, por lo tanto, en un elemento hacedor de cultura. Estas dos interpretaciones deberían ser por estos tiempos las bases para el desarrollo de un país productivo, cuando encaremos “el problema del arreglo de los campos”.
Atte,
Artigueño
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