Nos encontramos en una era en que levantamos banderas de “tolerancia” y diversidad, en una gran revolución donde rompemos con los antiguos valores porque ellos no nos permiten “progresar”. Ahora, ¿progresar hacia qué? ¿Progresar hacia dónde?
Cuando hablamos de tolerancia aludimos, como dice la RAE, a la actitud de la persona que respeta las opiniones, ideas o actitudes de las demás personas aunque no coincidan con las propias. No es lo mismo esa ponderada conducta que la pura y desnuda permisividad, esto es, aquello que permite o consiente sin ofrecer resistencia, algo que podría ser o resultar perjudicial; el reino del “todo vale” que es, paradojalmente, el reino del no valor.
Se nos ha hecho y se nos sigue haciendo tanto foco en la tolerancia que ya hemos transformado algo bueno en algo malo; de tanto abusar de la tolerancia la convertimos en permisividad. Esto llega al punto en que lo ridículo, lo absurdo, lo impensable se vuelve ley y donde cualquier disidencia, por mínima que sea, incurre en el delito de la intolerancia y se cobra muy caro, como si fuera un crimen mayor. En los códigos penales se utiliza cada vez más el término “crimen de odio” para calificar una serie de conductas, ideas o actitudes que en tiempos normales entrarían, como corresponde, en el campo de la simple discrepancia, del derecho a no querer dejarse avasallar por una ideología dominante.
El problema surge porque al no haber un límite –ya que somos tolerantes y también permisivos de modo obligado y desmesurado– se pierden los puntos de referencia y empieza a carecer de significado cualquier término que entre bajo el dominio de los amos del lenguaje políticamente correcto. Por ejemplo, el decir algo tan natural como que en la naturaleza hay dos sexos parece ser un acto totalmente repudiable y digno de la más enérgica condena en ciertos sectores ideológicos; el hablar de él o de ella y decir todos en lugar de “todes” o “tod@s” también lo es.
Algo tan grave como esto tiene lugar cuando se debaten dilemas éticos sobre temas de la actualidad. Está muy presente esta lógica de “si a ti no te afecta, no opines”. ¿Quieren decir que ahora debe afectarme algo solo directamente para que ese sea el fundamento epistemológico que me da derecho a una palabra de opinión o de voto? ¿Tengo que ser rubia o morocha para hablar respectivamente y sin ofender de los rubios y morochos? ¿Tengo que ser uruguaya para hablar del Uruguay; ladrón para hablar de la delincuencia? Aquí no veo ni un ápice de tolerancia ni de lucidez, sino un simple autoritarismo ideológico que se impone por todos los medios y en base a muchas complicidades. Con todo, no creo que el asunto más grave sea ése; lo que realmente alarma es el hecho de que si yo veo en mi sociedad algo que puede ser o causar un potencial riesgo o daño, me siento invalidada a opinar sin ser señalada, paradójicamente por cometer un “delito de odio”, frase tan usada por los “tolerantes” que se han convertido en policías del lenguaje y del pensamiento.
Parece que siempre tuviésemos que pedir disculpas por ser quiénes somos, por construir nuestra existencia conforme a los valores naturales de siempre, por querer educar a nuestros hijos conforme a los principios morales de nuestra civilización, por ejercer nuestra libertad de expresión como nos plazca dentro de los márgenes del respeto. La turba de susceptibles y de ofendidos profesionales se da por oprimida y despreciada cuando se confronta con la opinión que no es la suya.
La tolerancia es una práctica que nos permite vivir en sociedad y gracias a ella el ser humano ha podido agruparse y aprender con otros; escuchar otras opiniones, debatir, conocer que hay costumbres diferentes a las propias, formas de ver el mundo, la realidad. Esto es algo que enriquece el desarrollo personal. Y muy lejos está la tolerancia de ser permisiva, dado que la permisividad solo lleva a dividirnos más y a perder nuestros puntos de comprensión; la permisividad no me permite identificar donde empiezan ni terminan mis derechos ni los de los demás. La permisividad quiere abrazarnos a todos pero en realidad nos ahoga con sus garras de intolerancia.
La ola nos está tapando.
*Psicóloga y profesora. Especialista en autismo. Mg en dificultades de aprendizaje.
TE PUEDE INTERESAR