En la década que siguió al final de la Guerra de Secesión en Estados Unidos (1865), el país norteamericano y Europa habían experimentado altas tasas de crecimiento, al gran impulso de lo que hoy llamamos Segunda Revolución Industrial. Pero a partir de 1873, la economía mundial entró en un extendido período de contracción, que vino acompañado de un profundo proceso deflacionario, la norma en la época del patrón oro. En el caso del Reino Unido, cuna de la revolución tecnológica, la recesión llegó a extenderse por más de veinte años, culminando recién en 1896. Es en ese contexto histórico que, el 1º de mayo de 1886, los trabajadores industriales de Chicago fueron a la huelga reclamando su inclusión en la Ley Ingersoll, firmada por el presidente Andrew Jackson en 1868, y que garantizaba la jornada laboral de 8 horas para los empleados públicos. El 4º de mayo siguiente, uno de esos provocadores usualmente mandatados lanzó un explosivo contra un grupo de policías, matando a seis e hiriendo a otros sesenta. Esto desató la reacción de la policía y el día terminó con la muerte de 38 obreros y otros 115 heridos.
Es en honor a estos trabajadores que todos los primeros de mayo, Uruguay y gran parte del mundo conmemoran el Día de los Trabajadores. La revolución tecnológica había cambiado radicalmente el mundo de la producción y con ello vendrían profundos cambios en la organización de la sociedad. Pero la gente, naturalmente, no estaba preparada para estos cambios. Es frente a esa realidad que, mientras desde algunas latitudes se imponían por el mundo ideas que justificaban la pasividad del Estado ante el manifiesto deterioro en las condiciones de vida de las familias, en 1891 el papa León XIII enviaba su encíclica Rerum Novarum. La “cuestión obrera” era magistralmente resumida por el sucesor de Pedro con palabras que, lamentablemente, tienen hoy la misma vigencia que cuando fueran escritas trece décadas atrás:
“Vemos claramente, cosa en que todos convienen, que es urgente proveer de la manera oportuna al bien de las gentes de condición humilde, pues es mayoría la que se debate indecorosamente en una situación miserable y calamitosa, ya que, disueltos en el pasado siglo los antiguos gremios de artesanos, sin ningún apoyo que viniera a llenar su vacío, desentendiéndose las instituciones públicas y las leyes de la religión de nuestros antepasados, el tiempo fue insensiblemente entregando a los obreros, aislados e indefensos, a la inhumanidad de los empresarios y a la desenfrenada codicia de los competidores. Hizo aumentar el mal la voraz usura, que, reiteradamente condenada por la autoridad de la Iglesia, es practicada, no obstante, por hombres codiciosos y avaros bajo una apariencia distinta. Añádase a esto que no sólo la contratación del trabajo, sino también las relaciones comerciales de toda índole, se hallan sometidas al poder de unos pocos, hasta el punto de que un número sumamente reducido de opulentos y adinerados ha impuesto poco menos que el yugo de la esclavitud a una muchedumbre infinita de proletarios”.
Evidentemente, no podemos simplificar la cuestión del trabajo como un grupo de indicadores cuantitativos más dentro de esa sopa de números con que los iniciados en la ciencia lúgubre nos marean una y otra vez. Que si el desempleo subió o bajó. Que si es por los jornales solidarios o no. Que si es por Ucrania o por el Covid… La realidad es que en la actualidad vivimos en una economía que presenta cada vez más rangos dicotómicos. Lo expresa con candidez el presidente del BCU cuando dice que el dólar no puede acompañar al sector que le va peor de la economía. Una realidad evidente, pero de la cual se desprende una pregunta inevitable: ¿para quién entonces debe calibrarse la cotización del dólar? Porque dependiendo de donde se fije la “barrera”, todo lo que quede debajo de la raya estará condenado a perecer.
No son momentos normales. Primero vino el cambio tecnológico en el mundo del trabajo, luego la pandemia. Ahora presenciamos un conflicto en medio de Europa que desparrama consecuencias económicas y sociales por el resto del mundo. Ante ello, no podemos atarnos a formulismos de libros de texto que ni sus autores recomiendan hoy en sus propias economías. Debemos comprender que el trabajo no es una variable más. Es la esencia misma de la sociedad y, por ende, de la Nación. Eso que para algunos es una entelequia peligrosa a ser combatida, pero que para nosotros es el tejido fundamental que nos mantiene unidos como una gran familia. Solo unidos es que vamos a poder prepararnos para transitar adecuadamente estas transformaciones.
En 1990 el mundo tomó un giro que, en apariencia, era promisorio para la libertad y el trabajo. Pero 30 años después ya no existen dudas de que ese orden económico no fue favorable para los intereses de los trabajadores. Podemos estar presenciando el surgimiento de un nuevo orden. Ante la alternativa de quedarnos a esperar pasivamente el lugar que el mundo nos asigne, somos partidarios de encarar nuestro destino con decisión y coraje. Tenemos la plena convicción que, en momentos críticos, los uruguayos tenemos la capacidad de lograr acuerdos significativos y duraderos. Sabiamente, la Constitución de la República nos dejó un instituto oportuno para circunstancias extraordinarias como las actuales. Se llama Consejo de Economía Nacional y creemos que es hora de convocarlo.
TE PUEDE INTERESAR