Si en vez de estar sufriendo una pandemia estuviéramos sufriendo una guerra, veríamos las decisiones a las que nos enfrentamos de una forma algo más esclarecida. Frente a la inevitabilidad de la guerra y la necesidad de asegurar nuestra sobrevivencia, los tomadores de decisiones no dudarían en utilizar todos los recursos disponibles para maximizar las probabilidades de éxito.
Precisamente, el problema actual radica en qué definimos como éxito. En una situación extrema como la de un conflicto bélico, resulta necesario vencer al enemigo, no existe victoria a medias. Después de todo, llevamos ya más de tres generaciones venerando a Winston Churchill y su irrenunciable postura del “sangre, sudor y lágrimas”. Churchill preparaba al pueblo británico para lo peor, pero siempre terminaba con voz firme anunciando la victoria final. De hecho salió victorioso de la Segunda Guerra Mundial, aunque ello significó para Inglaterra la pérdida de su imperio y una fuerte caída de su poder adquisitivo. Pero los ingleses privilegiaron su libertad y hoy pocos se atreverían a poner en duda el curso de acción elegido por el liderazgo político de la época.
Acá no se trata de revivir épicas exaltadas, sino recuperar métodos y prácticas que sirven a los países en caso de crisis extrema. Y la pandemia nos ha colocado en una situación análoga. No hay un invasor visible, pero el virus se mueve sigilosamente cobrando vidas y paralizando a la sociedad civil, de forma física y psicológica. Actúa más con las reglas de la guerra asimétrica que con los preceptos de la guerra regular. Ataca cuando menos lo esperamos, en el proceso aislando a la sociedad y dificultando un actuar coordinado, cooperativo y solidario.
Claramente, los soldados y ejércitos de esta guerra son las mutualistas y el personal de la salud. Son ellos los que están en el frente de batalla y los primeros que deben tener acceso a recursos. ¿Imaginan al Tesoro de EE.UU. pidiéndole a Patton que aminore la marcha para ahorrar el consumo de gasoil de sus tanques? De igual manera, no se pueden escatimar recursos en el combate contra el virus. Cuanto antes lo eliminemos, mejor será para una sociedad que empieza a fatigarse con un conflicto que se prolonga y no sabe cuándo termina.
Pero, así como tampoco se puede descuidar la sociedad civil en una guerra, tampoco se puede descuidar a la población y las empresas en la situación actual de pandemia. Después de todo, para poder pagar el esfuerzo económico de esta guerra al covid-19 necesitaremos empresas, empresarios y trabajadores en las mejores condiciones posibles para producir. Para ello lo único que se puede hacer es inyectarles recursos de la manera más inteligente y cuidadosa posible. ¿Cuál sería un camino posible?
En primer lugar deberíamos decidir como sociedad cuánto estamos dispuestos a invertir para salir de esta situación. Este es un cálculo que debemos hacer, balanceando riesgos y retornos. ¿Podríamos llegar a invertir 5% del PBI por única vez para sostener al aparato productivo y la sociedad en general? ¿Cuáles serían los riesgos? ¿Cuál sería el impacto de la pérdida del grado inversor? ¿Es posible que el costo neto de perder el grado inversor sea menor que una quiebra generalizada del aparato productivo? De la misma manera que la población recibe información detallada y precisa por parte del MSP y el GACH acerca de los efectos del virus, también se merece mayor claridad en términos de los costos y beneficios de las alternativas de política económica.
En segundo lugar, deberíamos tener un estudio de impactos sectoriales, para poder priorizar sectores económicos a los cuales asistir. Claramente el sector sanitario debería ser de los primeros en recibir asistencia. Sin embargo, todos los días nos enteramos por la prensa que tal o cual importante institución tiene dificultades financieras. ¿Será que les estamos imponiendo un ajuste en medio de la pandemia? El sector productivo nacional debería seguir, aquel que no tiene la opción de migrar a Sumatra, Bangalore o Nigeria si le ofrecen mejores condiciones fiscales, ambientales o regulatorias.
En tercer lugar, necesitamos instituciones preparadas para administrar la mejor aplicación de los recursos. Hoy, gracias a Wilson Ferreira Aldunate, tenemos la CND, institución que entre otras se inspiró en el Istituto per la Riconstruzione Industriale italiano (el mítico IRI, nótese la palabra “riconstruzione”).
En cuarto lugar, necesitamos un ámbito de decisión de política económica que involucre no solo a todo el sistema político, sino también a empresarios, trabajadores y otros actores importantes de la vida económica y social de nuestra república. Esa figura está prevista en el Art. 206 de nuestra Constitución y se llama Consejo de Economía Nacional, con carácter consultivo y honorario. Una especie de GACH para la economía.
Finalmente, la teoría de los juegos enseña que la mejor estrategia para un competidor pequeño es seguir al líder de la industria. Ese último se puede equivocar, pero tiene recursos suficientes que le permitirán sobrevivir. Pero si en cambio es el pequeño el que se equivoca, muy probablemente desaparezca. Llegó el momento de recalibrar los objetivos de política económica y respaldarlos con más amplios consensos políticos. No es momento propicio para innovar, basta con observar lo que hace el resto del mundo.
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