La semana pasada, Inés Capdevila en entrevista exclusiva para La Mañana había señalado que el 2024 había sido el año con más elecciones entre las generales, presidenciales y regionales en todo el mundo, en el que más de sesenta por ciento de la humanidad depositó su voto. Mas acotó también que en la mayoría de las elecciones había triunfado la derecha.
La región no ha sido la excepción, Milei en Argentina, Bukele en El Salvador y Santiago Peña en Paraguay, por ejemplo. Sin embargo, con la victoria de Yamandú Orsi y Carolina Cosse, nuestro país no siguió la tendencia predominante a nivel global, y nuestra ciudadanía optó por volver a un gobierno de centroizquierda, a pesar de que el presidente Lacalle Pou y su gobierno tienen al final de su mandato un altísimo nivel de aprobación.
Martín Aguirre, en su columna del domingo había manifestado que “no había ningún elemento objetivo que hiciera que este gobierno no siguiera en el poder. Pero sí hay uno central, que los jerarcas de la coalición parecen en general haber dejado de lado. Y es el tema de la batalla cultural. Solo ese aspecto puede explicar que en un país en el que las dos principales preocupaciones de la gente son la seguridad y el empleo haya ganado un partido al que le da fiebre la palabra represión y tiene en su seno al 90% del Pit-Cnt. Que, por definición, se preocupa mucho más por el salario y las condiciones de quienes ya tienen trabajo, que por quienes no lo tienen”.
Coincidimos con lo expresado por Martin Aguirre, no obstante, cuando hablamos de batalla cultural cabría preguntarse, primero, más allá de los clichés: ¿cuál es la cultura que se pretende preservar o defender en un mundo en que la contracultura se volvió la cultura? Y en esa medida, ¿este corrimiento hacia la derecha del que hablaba Inés Capdevila qué referencias culturales tiene o tendría?
Cada momento histórico ha impuesto sus propias batallas culturales. Y así la izquierda europea con la caída de la URSS y el fin del socialismo real como modelo, implementó una nueva estrategia –inspirada en el pensamiento de Antonio Gramsci– por medio de la cual era posible generar las condiciones favorables para desarrollar una sociedad socialista, a través de una transformación cultural que tuviera como objetivo motivar un cambio de creencias y de valores tradicionales, iniciando lo que se denominó “contracultura”.
De esa forma surgieron los estudios de crítica cultural con base en las minorías identitarias que se propagaron en las Humanidades a través de títulos como G. C. Spivak, ¿Puede hablar el subalterno?, en el que la dialéctica de la lucha de clases cobraba una dimensión posmoderna, o Culturas híbridas del argentino Néstor Canclini en el que una cultura popular de carácter trasnacional pasaba de estar en la periferia al centro.
De la misma forma que la izquierda europea y latinoamericana, el primer gobierno del Frente Amplio no solo inició un nuevo relato a nivel político, sino que ese relato también fue histórico y cultural. Y en esa medida hubo un impulso durante este periodo a las manifestaciones artísticas “populares” e “internacionales”, dejándose deliberadamente de lado, el aprecio y el valor por los grandes tesoros de la cultura nacional y occidental.
Así, durante años se ha venido escatimando los contenidos en las aulas del sistema educativo uruguayo habilitando con esto una simplificación de la historia, del progreso social, del pensamiento crítico, reduciéndolo todo a una lucha entre buenos y malos. Generando, además, con la digitalización de los medios de comunicación y el auge de las redes sociales que la incidencia de los factores culturales sea cada vez más decisiva, no solo en términos políticos sino también en términos de comportamiento social.
Pero no hay que olvidar que las batallas culturales son viejas como las civilizaciones, y de hecho las grandes transformaciones políticas están precedidas por una fuerte política cultural. El liberalismo en sus orígenes tuvo también su propia batalla a través de las letras, en el que la imprenta y los periódicos tuvieron un rol fundamental. Y de la misma forma, la Coalición Republicana debería haber implementado su propia agenda en este sentido, no determinada por recomendaciones o modas internacionales, que son en su gran mayoría de cuño neosocialista.
Porque si algo ha marcado por ejemplo el triunfo de Donald Trump en Estados Unidos o el avance en amplios sectores de la derecha en Alemania y Francia es el rechazo del electorado a los lineamientos culturales de la izquierda “woke” o la izquierda “caviar”, según se quiera. Y en efecto, parecería ser que la ciudadanía de los países mencionados se ha cansado de ver cómo se recaudan impuestos para financiar los derechos de algunas minorías, que en muchos casos tienen manifestaciones explícitas que van en detrimento de la familia como institución social, o de las oportunidades que cada ciudadano debería tener por igual más allá de su género, condición racial o identitaria.
En contrapartida, una eficiente política cultural no debería seguir los trillados caminos del empobrecimiento cognitivo, y debería ser capaz de abrirle a los jóvenes una amplia perspectiva de sí mismos y del mundo en el que viven, no solo a través de la pantalla de las computadoras del Plan Ceibal, sino a través de los libros, del arte, de los mapas, de la música. Porque es justamente el acervo de la cultura occidental y nacional, de la gran cultural, el que debería ser llamado a cumplir un papel fundamental en la formación de una verdadera ciudadanía.
Sin embargo, el Ejecutivo durante estos cinco años parece haber decidido no avanzar por el camino de la transformación cultural. Salvo a nivel jerárquico, se mantuvo en sus cargos a varios funcionarios que entraron en el gobierno anterior, estableciendo casi una continuidad con la práctica de la política educativa del Frente Amplio.
La gran excepción fue la reforma educativa impulsada por Robert Silva, que fue muy criticada por la oposición pero que aparentemente por dichos de Orsi se mantendrá. Dentro de la Coalición Republicana hubo distintas voces que reclamaron acciones en este sentido, se destaca Cabildo Abierto, que desarrolló varias propuestas en tema valores y criticó el peso de las ONG y organismos del Estado a la hora de priorizar las agendas 2030 y 2045. Lamentablemente, no fueron escuchadas, y lo que podría haber significado un gran cambio, terminó siendo apenas un paso en falso, legitimando, una vez más, una cultura que es una contra cultura.
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