Así titulaba Aldous Huxley una de sus principales obras, y sin duda la que lo haría más famoso.
El escritor y filósofo británico, trató de plasmar con serenidad en este libro – en la mitad de su vida y en la plenitud de su madurez – , toda la rebeldía que sacudía a su espíritu agudo, el equivocado camino por el que se desplazaba la humanidad. En particular la suya, la moldeada por la cultura greco-latina judeocristiana.
Como buen lector y asimilador del pensamiento de su genial compatriota Gilbert Keith Chesterton, lo de atribuirle “felicidad” a ese mundo que no lograba emerger de la hecatombe de la Gran Guerra, no deja de ser una ironía, digna del “príncipe de las paradojas”, quien en realidad fue el auténtico antecesor de Huxley y de George Orwell y de todos los que sin dejarse atrapar por las trampas del siglo lo supieron analizar con la agudeza y la ironía crítica que deja espacio para construir caminos alternativos.
El mundo que nos pinta Huxley es la típica utopía que -desde el renacimiento a nuestra días- obsede la imaginación de los seres fundamentalmente los jóvenes, los más propensos en apostar a los mitos que superarían a ese “despliegue de maldá insolente…”
En esta obra donde paradojalmente se lo etiqueta de feliz, uno de los principales personajes, según Margaret Atwood, “proponía una forma diferente y más suave de totalitarismo – una de conformidad lograda a través de bebés diseñados y criados con biberón y de persuasión hipnótica en vez de a través de la brutalidad, del consumo ilimitado que mantiene las ruedas de la producción girando y de la promiscuidad oficialmente impuesta que acaba con la frustración sexual, de un sistema de castas preestablecido que va desde una clase gerencial altamente inteligente hasta un subgrupo de siervos de poca inteligencia programados para amar su trabajo servil, y del soma, una droga que confiere una felicidad instantánea sin efectos secundarios”.
En esta visión que fue difundida hace casi cien años, cuánto de similitud con algunas de las tentadoras propuestas que vienen penetrando la mente de ciertos círculos de la juventud contemporánea que es la más propensa a dejarse encolumnar en causas que pretenden marcar rumbos de supuesto progreso. Y, lo que es peor, tirar por la borda todas las tradiciones con que con suma constancia las generaciones que las precedieron trataron de fortalecer la esencia biológica del animal hombre.