Decía Chesterton que cuando se deja de lado lo sobrenatural, lo que queda no es lo natural, sino lo antinatural. Pues bien, los occidentales del siglo XXI vivimos en una sociedad que mayoritariamente ha dejado de lado a Dios y se caracteriza por ser materialista, positivista y relativista, tres ideologías que no tienen en cuenta la vocación a la trascendencia del alma humana. Como si Dios fuera Papá Noel, ahora que somos “grandes” sabemos que lo que nos contaron nuestros mayores era mentira: Dios no existe, el hombre viene del mono y la ciencia todo lo explica. Pero si esto es así… ¿por qué nos va tan mal?
Basta contemplar la realidad de nuestro mundo occidental para darnos cuenta de que algo no funciona. ¿No será, quizá, el desconocimiento de nuestra condición de seres creados a imagen y semejanza de Dios, la causa de que nuestra civilización se derrumbe como un castillo de naipes? ¿No será el rechazo de esa cosmovisión cristiana sobre la que se construyó la civilización occidental –iluminada por la cultura griega y ordenada por el derecho romano– la causa de la debacle? A veces parece que el hombre, tras un gran esfuerzo, hubiera alcanzado la cima de un enorme edificio y, una vez arriba, hubiera decidido patear la escalera que lo llevó allí. En todo caso, descartar la idea de que el olvido de Dios es la causa del estado del mundo parece muy aventurado.
¿Por qué? Porque hay hechos que hacen pensar… Por ejemplo, nuestra cultura materialista y antropocéntrica parece creer que la ciencia, la técnica y el progreso son lo único necesario para hacer feliz al hombre. Así, el hombre ha creado sillas ergonómicas que permiten estar más cómodo, pero no más tranquilo; ha desarrollado cámaras y rejas que le permiten sentirse más seguro, pero no en paz; ha inventado múltiples formas de obtener placer y diversión de forma momentánea, pero no logra ni ser feliz, ni vivir contento; ha logrado poseer muchas cosas…, pero es obvio que no le sirven para llenar su vacío espiritual. Y es que “el hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt., 4, 3-4).
El olvido de Dios y de la cultura cristiana fundada en el realismo filosófico ha llevado al relativismo, ideología que rechaza la existencia de verdades objetivas, y niega la capacidad de la inteligencia para conocer la verdad. La verdad es la adecuación de la inteligencia a la realidad. Por eso, cuando la inteligencia no se adecua a lo que la cosa es, hay un problema. Por ejemplo, si la realidad dice que la vida humana comienza con la concepción y Hillary Clinton dice que “un niño es lo que dice la ley”, algo no encaja.
Por principio de no contradicción, dos afirmaciones contrarias no pueden ser ciertas a la vez y en el mismo sentido: o la vida comienza con la concepción –cosa harto probada por la ciencia– o la vida empieza cuando la ley lo indica –un disparate mayúsculo, aunque lo afirmaran todos los habitantes del planeta–. ¿Por qué? Porque si la vida comenzara cuando lo dice la ley, uno podría ser esclavizado porque la ley lo dice; o podría ser eliminado al llegar a cierta edad –o por defender ciertas ideas–, porque lo dice la ley. Esto es, en resumidas cuentas, el positivismo jurídico.
Este positivismo es el responsable de que existan leyes que por no tener en cuenta la verdad de la naturaleza humana, no reflejan de la realidad. Es más, lejos de reflejarla, pretenden transformarla mediante imposiciones ideológicas contrarias a ella. Ahí está la raíz del caos que está destruyendo nuestra cultura hasta los cimientos.
¿Cuál será la clave para tener una sociedad sana, integrada por personas capaces de vivir en paz consigo mismas y con los demás, de alcanzar una vida feliz y plena de sentido? ¿Será la Agenda 2030, que es más de lo mismo? ¿O será el retorno a las raíces cristianas de nuestra civilización? Parecería que es más bien lo segundo…
Habrá que empezar por volver a poner bajo nuestros pies la escalera que nos llevó a la cumbre. Solo así podremos bajar a la realidad, pisar tierra firme y constatar que el suelo existe: ¡no es ilusión de los sentidos! Solo así podremos recuperar la coherencia, adecuando el sistema jurídico a la realidad. Para ello, necesitamos recuperar el sentido común y, con él, la certeza de que el único fundamento de la fraternidad humana debe ser la existencia de un Padre común. Que algún día, nos juzgará –entre otras cosas– por cómo tratamos a nuestros hermanos…
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